domingo, 25 de septiembre de 2011

Carta a mi hija Yolanda



Una herida en la piel cicatriza mucho antes que una herida en el alma. La piel se puede apañar con unos puntos de sutura y algo de desinfectante, pero aún no encuentro el modo de aliviar la herida que se me produjo al separarme de mi hija Yolanda, cuando ella tan sólo contaba con tres añitos de edad. Ella y yo eramos uña y carne y al poco de esa separación, comenzó a fraguarse una brecha de la que hoy, más de trece años después, pago irremediablemente las consecuencias.
El mero hecho de pensar en todo lo que ella y yo nos hemos perdido durante todos estos años, me entristece, hasta el punto de sentirme frustrado.
Soñaba con ser un buen padre pero he fracasado estrepitosamente en el intento.
He acabado convirtiéndome en un padre ausente, cuyo único mérito, por buscar alguno, ha sido, hasta este momento, el pagar religiosamente su pensión.
La crisis existencial que padezco, sumada a la crisis económica, y al cansancio acumulado en estos años de lucha sin cuartel contra el abismo de la ruina, me han enfrentado, cara a cara, con mi propia realidad. Esa realidad, me ha dejado desnudo, me ha despojado de toda arrogancia, poniendo al descubierto mis miserias y mis fracasos. Donde antes veía posibles ahora siento dudas. Mi positivismo se está viendo inundado de escepticismo.
Entre toda esa convulsión, mi hija se ha criado lejos de mí, sin entender demasiado mi ausencia.
Yolanda está intentando ser una chica más, soñadora como todas las demás, con una vida que comienza a florecer entre sus manos, las mismas que cuando era niña, tanto me gustaba acariciar.
Hoy, sin saber por qué, bajé al sótano y comencé a buscar frenéticamente fotos de Yolanda. Encontré de todas las edades y en todas las situaciones posibles. De entre todas ellas, he querido compartir, con mis escasos pero fieles lectores, esta preciosa foto. Yolanda debía contar cuatro o cinco años de edad, y, ese día, los dos disfrutábamos y reíamos como nunca. Cuánto hubiera dado por poder disfrutar de esos abrazos y de esas risas, mucho más a menudo.
Esta semana, hablé con mi hija sobre cómo estoy viviendo todo esto y no pude evitar llorar desconsoladamente. Ella me abrazó.
La vida es maravillosamente dura. Me perdí la infancia de mi hija, ahora me estoy perdiendo su adolescencia, pronto se hará mayor, se independizará y yo seguiré ahí, como un padre ausente lleno de amor, que ve como se aleja aquella preciosa niña y en su lugar, cada vez que la veo, me encuentro a una pletórica y radiante mujer.
Lo que daría porque siempre fueras tan feliz como en esa foto.
Te quiero, y te querré siempre, Yolanda.

sábado, 24 de septiembre de 2011

La tortilla de patatas del Bar Josepe




La tortilla de patatas es, sin lugar a dudas, uno de los platos más característicos de la gastronomía española. En eso estaríamos todos de acuerdo. Lo que no sería tan unánime sería su receta. Creo que habría tantas recetas como españoles y españolas, tantas como abuelas y como mamis, o como maridos contemporáneos con delantal.

Para mí, la tortilla por excelencia será siempre la del Bar Josepe, en Murcia, durante los años 70-80-90, entre otras cosas porque el dueño era mi padre y la cocinera era mi madre y quien no quiere a sus padres, como decimos por aquí: ¡Es un cochino!

Allí las hacíamos finitas y a menudo, en lugar de grandotas y para todo el día, que luego te calientan en el jodido microhondas.

Con ello conseguíamos, invirtiendo un poco más de esfuerzo, que todos los clientes la tomaran recién salida de la sartén. Calentita y al cuerpo. Cada quince minutos gritábamos por la pequeña ventanita, que de la barra daba a la cocina: ¡Cuaja la otra! mientras los clientes esperaban con expectación.

El tamaño adecuado era el de un plato llano. Siempre con cebolla y tres huevos.

Buscábamos la perfecta combinación de patata y huevo, para que ninguno de los sabores sobresaliera del otro, y lo fusionabamos con la cebolla necesaria para magnificar el gusto, ya que, según mi modesta opinión, la tortilla de patatas sin la cebolla, sería lo mismo que un jardín sin flores o un Barsa&Madrid sin goles.

Soy un abanderado y ferviente defensor de la cebolla y el ajo como pilares sobre los que se fundamenta, junto al aceite de oliva, la cocina mediterránea. Mi principal enemiga es Victoria Beckham, que por prescindir de estos manjares y, acusarnos a todos los españoles de apestar a ajo, me parece una barbie con cierto tufillo a retestinado.

Todo esto viene a cuento, de que el otro día y en plena calle, me abordó un antiguo estudiante de empresariales, que durante su carrera se comío una cantidad ingente de bocatas de tortilla de patatas en el Bar Josepe:

-¿Tú eres el hijo de Josepe, verdad? -me preguntó, llevando dos niñas preciosas de la mano.

-Así es -le respondí.

-¿Te acuerdas de mí? Yo estudiaba en la Escuela Universitaria de Empresariales e iva todos los días a almorzar a tu bar -me dijo emocionado.

-Claro que me acuerdo, aunque estamos los dos un poco más mayores -le comenté sonriente.

-¡Cuánto echo de menos las tortillas de tu madre! Nunca he vuelto a comer una tortilla tan rica como la vuestra -me dijo con nostalgia.

-Si, tienes razón, estaba riquísima. En el Josepe intentabamos hacer las cosas siempre lo mejor posible, no de cualquier manera, como luego se ha impuesto en la mayor parte de la hostelería, por desgracia -le respondí.

-¡Imaginate que tu padre hubiese estudiado empresariales! Ahora tendría tortillerías por medio mundo, como Mcdonals -dijo él.

Aquel reconocimiento a nuestro extinto negocio familiar, me dejó melancólico el resto del día. Me acordé de la lucha de mis padres. De su dificultad para, sin cultura, entender el mundo que les rodeaba. De su dificultad para convivir con el éxito económico. Para entenderse entre ellos dos viniendo de la pobreza y de la postguerra. Me preguntaba cómo, de entre todo aquel caos, podían salir aquellas tortillas tan ricas y conseguir la admiración de todos las que las probaban.

Quizás mis padres no fueron universitarios, ni consiguiron hacer una cadena mundial de tortillerías, ni tan poco fueron unos padres ejemplares, pero cómo luchaban, y cuánto trabajaban de sol a sol.

Si tuvieramos ahora, la capacidad de lucha que ellos tenían, posiblemente nos iría mejor.

Por cierto, la tortilla de la foto la hizo mi esposa, eso sí, con el patrón de aquellas que, cuando salían por la ventanita de la cocina del Bar Josepe en dirección al mostrador, hacían salivar, descontroladamente, a todos los clientes.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Alopecia androgénica









Agobiado por estar sufriendo la crisis de los cuarenta y verme, continuamente, en el espejo mi calva cada vez con más nitidez, fui en busca de mi estilista de cabecera. Tras tranquilizarme, me hizo pasar a un pequeño cuarto donde me sentó en un sillón reclinable y desapareció. De pronto comenzó a sonar la misma música que semanas atrás escuché en la clínica dental y eso me puso de mala hostia. Un foco enorme, como los que usaban, para los interrogatorios, los de la KGB, me comenzó a calentar la cabeza por segundos. Cuando escuché la puerta miré a través del espejo y apareció mi estilista disfrazado del doctor House. Sentí temor al ver en su mano un extraño aparato en forma de huevo de color negro y una mascarilla tapando su boca. Tranquilo -me dijo, voy a pasarte esta microcámara por el cuero cabelludo para poder darte un mejor diagnóstico. Aquí somos buenos profesionales -puntualizó.
La verdad es que toda aquella escenificación me dio ganas de salir corriendo, pero con aquel tipo encima, encerrado en aquel cuartucho me sentí bloqueado y me dejé hacer.
José -me dijo, te voy a tomar varias fotografías para hacerte un análisis capilar en profundidad, este servicio se cobra a parte, tan sólo son cien euros, pero nos ayudará a conocer mejor tu problema y poder aportarte soluciones. Son fotografías digitales de trescientos aumentos -matizó.
Tras sacarme otros cien euros más por la consulta, una cajita de ampollas y un champú, por fin me dio el diagnóstico: Alopecia androgénica, por lo que me dijo que no podíamos hacer gran cosa, a parte de ponerme ampollas -a precio de oro- y darme masajes para que la calva ralentizara su velocidad de crecimiento.
Sintiéndome, definitivamente, un calvo más, decidí afeitarme toda la cabeza al cero: ¡para poca salud, ninguna! -me dije.
Ahora cada vez que me miró al espejo y me veo calvorota, recuerdo que, cuando era pequeño, me fijaba en todos los calvos que veía. No sé porqué, al verlos sentía siempre una mezcla entre temor y compasión.
Ahora el calvo soy yo, con cuarenta años más y doscientos euros menos.
El único consuelo que me queda es que, ahora, por fin, no tengo un pelo de tonto.

martes, 13 de septiembre de 2011

San Joy







Al parecer no hay ningún santo que se llame así. Por lo tanto, estamos ante uno de esos nombres de los que se desconoce su procedencia. San Joy era una pequeña aldea en las estribaciones de la Sierra de La Pila, que se despobló tras la guerra civil y que ahora, cuando nos acercamos a los pies del pico del Caramucel, nos la encontramos totalmente abandonada a su suerte.
Antaño, esta aldea, debió acoger a un grupo relativamente importante de familias, ya que, según he leído, incluso llegó a tener su propia escuela. Dicen, también, que a sus fiestas, que se celebraban en una era, acudía gente de pueblos cercanos a bailar y pasarlo bien.
Mi primer encuentro con esta aldea fue hace más de veinte años. Por aquella época, los soñadores del desaparecido Grupo Ecologista Acción Verde, realizábamos repoblaciones forestales populares por diferentes lugares de la Región de Murcia. Me enamoró su ubicación y vislumbre, en aquella aldea y aquellos parajes dominados por el bosque mediterráneo, una enorme potencialidad para desarrollar un proyecto de rehabilitación ecoturística, que dotara, nuevamente, de vida a aquella aldea, tan recóndita, de las sierras interiores de Murcia.
Ese sueño, inconcluso, sigue ahí. Afortunadamente siguen en pie sus envejecidas casas y sus terrazas de bancales con muros de mampostería. De su pequeño manantial, continúa manando agua. Quizás, ese humilde manantial se resiste a secarse con la intención de volver a atraer, con sus aguas, a nuevos habitantes que inunden de vida a sus maravillosos parajes, o atraigan a algún otro loco que, como yo, vea en San Joy una oportunidad de fusionar desarrollo económico y recuperación del medio rural.
Merecería la pena intentarlo.

domingo, 11 de septiembre de 2011

La tumba del sargento desconocido




Mi afición por olismear por los cementerios de lugares recónditos no es algo casual. En ellos transito, con mucho respeto, en la búsqueda de la inspiración o, quién sabe si, para hacer uso de mi singular capacidad de empatizar con los difuntos. Leo los epitafios para intentar vislumbrar en ellos la relación que el finado mantenía con sus familiares. En la mayoría tan sólo se recuerda el nombre del fiambre, la fecha de nacimiento y el día en el que se puso punto y final, definitivamente, a los latidos de su corazón.

Durante estos sórdidos paseos me he dado cuenta de que la muerte no tiene edad. Lo mismo encuentras a un niño de dos añitos, que a un joven motorista de veinte, que a una abuelita que murió a los ochenta mientras hacia los michirones.

La muerte nos acompaña, ipso facto, queramos o no, desde el mismo momento que nos engendran nuestros progéneres. Un balonazo en el vientre, sin embargo, puede matarnos antes de que nuestra boca pueda saborear el embriagante cóctel compuesto de nitrógeno, oxígeno y anhídrido carbónico, siendo este último ingrediente el que le aporta el toque picarón al combinado de aire que respiramos.

Este verano, en la singular población portuguesa de Caramulo, aprovechando una hora rocambolesca donde no va ni Dios -con perdón- al cementerio; con premeditación y alevosía, merodeé por sus estrechos y humildes pasillos. Escruté entre las tumbas, leyendo epitafios en portugués. Me asombré de las fotos, achicharradas por el sol. Enfaticé en sus caras, algunas sonrientes y otras circunspectas. Entre aquel fúnebre catálogo de imágenes adornadas, en algunos casos, de flores naturales, tan secas como el ojo de un tuerto, o flores de plástico, tan descoloridas como la economía mundial, encontré al sargento.

Me cautivó la improvisada performance. En la foto, el fallecido lucía el uniforme reglamentario de suboficial del ejército portugués. La gorra que se descompone, lentamente, sobre la lápida, no es militar. A lo mejor ni tan siquiera fue del sargento, pero ahí esta.

Ese encuentro me hizo reflexionar sobre ese hombre y no pude dejar de preguntarme: ¿Habrá muerto este soldado en un heroíco acto de servicio? o por el contrario: ¿Habrá muerto en un accidente de tráfico?. Esas preguntas y algunas más me hicieron reflexionar sobre el hecho mismo de la muerte.

¿Qué diferencia habrá entre un muerto heroíco y un muerto patético? Al llegar al hotel continué cuestionándome el sentido mismo de la existencia. La de aquel sargento portugués y por extensión la mía propia.

Juro y perjuro que no fumé nada alucinógeno. Recordé, mirando a la inmensidad del Valle de Tondela, desde la terraza de mi habitación, como de pequeño me horrorizaba, terriblemente, la muerte. Ahora cuarenta años después la muerte me parece un cachondeo tremendo, en comparación a lo tremendamente jodida que me parace la vida. En tan sólo cuarenta años, mi mente ha dado la vuelta a la tortilla, y los muertos me parecen la gente más maravillosa del mundo.

Quizás por ello, cada vez que me voy de viaje por esos mundos de Dios y me encuentro, de bruces, con un cementerio, me adrentro en él como si lo hiciera en un mar en calma, en un remanso de paz donde todas las fotos que miro, apenado, me guiñan el ojo, y me dicen, intentando consolomarme, aguanta amigo, ya te queda menos para descansar.

Aquel día, después de estar contemplando con interés aquella tumba y tomarme la libertad de robarle esta foto, no pude dejar de brindarle, respetuosamente, a modo de despedida, el saludo militar:


¡A la orden mi sargento!


miércoles, 7 de septiembre de 2011

El misteriosa fluctuación del café con leche







El café con leche es mi debilidad. Podría prescindir de muchas cosas en mi vida pero nunca de un café con leche bien calentito. Me da igual que haga frio o que haga calor. Siempre mitad de café y mitad de leche. No soporto el torrefacto. A mí no me la dan con queso tostando cafés de poca monta con azúcar para que de apariencia de algo. Ahora se lleva mucho con la espuma de la leche por encima. Ciertas franquicias lo han puesto de moda para disimular la mierda de cafés que ponen en la mayoría de estas cafeterías. Para los que se piensan que la espuma de leche en el café es lo más chip, yo les digo que nanai de la china. Para lo único que sirven es para que se nos quede el bigote blanco.

Por si alguno de mis aguerridos lectores estaba pensando que yo trabajo en alguna selecta oficina de Silicon Valey, les diré que no. Tan solo trabajo en un inhóspito Polígono Industrial a las afueras de Murcia, donde para más inri, encontrar un café en condiciones es como buscar una aguja en un pajar.

Y fíjense ustedes que lo encontré. Hay un restaurante en el que tienen un café medianamente reconocible. Con mucho esfuerzo por mi parte, he conseguido que me lo sirvan como a mí me gusta.

Entonces ustedes se preguntaran, ¿A qué viene el título de esta entrada al blog?

Pues a que no encuentro la razón, y esto me está desazonando, de saber por qué, cada tarde que voy a tomarme mi café con leche calentito con sacarina -para colmo estoy a dieta- me cobran un precio diferente.

El primer día me cobraron 1.10€ y yo pagué religiosamente y me fui. El segundo día el mismo camarero y más o menos a la misma hora me cobró 1€, y yo pagué y me fuí, tan contento, pensando que le había caído simpático y me había aplicado la tarifa de amigo. Hoy, sin embargo, que se ha cumplido el tercer día de haber encontrado aquel café tan reconocible, el mismo camarero y a la hora de autos, me ha cobrado 1.20€. Eso me ha terminado de descolocar.

Al llegar a la oficina, he ido al aseo a mirarme al espejo para ver si, por algún casual, mi rostro mostraba algún atisbo de aparentar que me hubiesen subido el sueldo, pero, tras una revisión minuciosa, tan sólo he visto reflejada en el cristal la misma cara de panoli que tengo todos los días.

Por lo tanto debo de considerar, que en ese popular restaurante, al igual que a diario, "baja la bolsa y sube el pescao" como decía el incomparable dúo humorístico Tip y Coll, las fluctuaciones de las tarifas del café en la Bolsa de Nueva York se aplican a rajatabla y a tiempo real.

Esta visto que si pretendo seguir disfrutando de ese delicioso café tendré que adaptarme al progreso y estar más al tanto de la evolución de los mercados.

La cosa avanza que da miedo.


domingo, 4 de septiembre de 2011

La piel que habito



Cuando leí la crítica que Carlos Boyero le dedicó en el diario El País el pasado día dos de septiembre a la última película de Pedro Almodóvar, me sentí un poco desconcertado. Lo sentí como cuando de pequeño te daban una bofetada sin haber tenido nada que ver con el asunto. Me pregunté: ¿En realidad será tan patética la película como este hombre insinúa?

Ayer, por fín, fui a ver la película. No había demasiada gente en la sala. Supongo que los grandes consumidores de cine estarían viendo Super 8 o Cowboys&Aliens e ingiriendo, a la par, un litro de refresco aguado y un enorme cachumbo de palomitas de maíz. Observé, descaradamente, con la ayuda del resplandor de los primeros anuncios, que todos los presentes eramos, al menos, cuarentañeros.

En ese ambiente, dió comienzo la sesión y con ello, también mi evasión. Yo no se si el señor Boyero, por el simple hecho de ir a trabajar, no va al cine a dejarse llevar, más bien, leyendo su artículo, pareciera que va al cine a buscar algo preestablecido, algo concreto, que a lo mejor no coincide con lo que pretendía mostrar el director y es ahí donde se produce el desencuentro o el mal entendido.

Yo sí me evadí. Poco a poco mi mente se fue adecuando, como tantas veces, al lenguaje de Almodóvar, a su estética tan personal, al uso que hace el manchego de los impactos visuales: como la performance, las voces desgajadas de cantantes, el minimalismo en los planos cortos, su peculiar uso del color, y mil detalles que le son propios y que le identifican en toda su filmografía.

No creo que La piel que habito se convierta en un hito del cine contemporáneo, pero, sin duda, representa una obra valiente de Pedro Almodóvar, que sigue buscando su propio camino, su propio lenguaje, con independicia de otros intereses como podría ser hacer cine para el paladar de ciertos críticos que aún se asombran de lo diferente.

Pedro lucha por hacer su cine, le pese a quién le pese, para bien o para mal. Pedro pinta, esculpe y modela cada secuencia, cada toma y cada diálogo como un artista plástico, como un poeta y como un narrador convulso ante la vida y por supuesto, ante su propia historia.

La piel que habito, no es una mala película, posiblemente no ganará ningún oscar, pero es, sin duda, una película auténtica y diferente. Otra gran película de Almodóvar.