sábado, 15 de octubre de 2011

Muñecas rusas





Hasta hoy, nunca me habían regalado una muñeca rusa. Desde niño siempre que las veía me llamaban poderosamente la atención. Me preguntaba: ¿Cuántas muñecas acogerán en su interior?

La que me han regalado llevaba cuatro, más la grandota, cinco. Ignoro si algunas muñecas acogeran más, aunque supongo que sí. Dependerá del precio que cada uno quiera gastarse en el souvenir. La matrioska, sin duda, es uno de los iconos rusos, lo mismo que para España lo es el Toro de Osborne, o las muñecas de plástico vestidas de sevillanas que, en muchas casas de los años setenta, se lucían sobre el televisor Kolster en blanco y negro.

¿Qué narices simbolizarán las matrioskas? Yo creo que lo bueno es que cada uno, como si de un cuadro abstracto se tratara, puede interpretar en ellas, un sinfín de respuestas.

En principio, a mí me recuerdan a la maternidad. A la mágica capacidad que tienen las mujeres de engendrar vida en su interior. Esa es la primera impresión. Otra cosa que me sugieren es la capacidad de superación. Las personas vamos superando etapas y problemas en la vida, como cuando vamos eliminando las capas de una cebolla. Dentro de nosotros hay muchas vidas anteriores que van forjando la persona que somos hoy. También las puedo relacionar con la evolución, desde que somos niños e indefensos, hasta que somos adultos y nos creemos poderosos.

Las muñecas rusas y las botas katiuskas -especiales para pisar los charcos- son los dos recuerdos rusos de mi infancia junto a la historia del mítico astronauta Yuri Gagarin y la malograda perra Laika.

Había, por aquel entonces, quién hablaba de los rusos como lo peor de lo peor, y había, al mismo tiempo, gente que admiraba su sistema político, sus astronautas y sus deportistas. Yo veía en esto una contradicción que, por mi corta edad, no alcanzaba a entender: ¿Los rusos eran los malos o eran buenos?

El otro día en Tallín, la capital de Estonia, ocupada por los rusos hasta hace poco más de veinte años, fuí invitado, por primera vez, a un restaurante ruso. El vodka me cauterizó a su paso, boca, laringe y esófago, haciéndome sentir como un tragafuegos de los semáforos de México D.F. La comida, ni fu ni fa, pero sin duda, lo que más disfruté fueron sus bailes típicos y su música.

Nuestras vidas tienen mucho que ver, aunque no lo creamos, con estas muñecas rusas. Nunca sabemos que más podemos de sacar de nuestro interior, por el simple hecho de no intentarlo. Buscamos siempre fuera en lugar de urgar dentro de nosotros para sacar todo lo bueno que llevamos dentro. Abusamos de nuestra capa superficial y pasamos la vida sin descubrirnos. Nadamos en la superficie de nuestro mar interior sin atravernos, en la mayoría de los casos, a bucear en él.

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