martes, 29 de noviembre de 2011

La venda de los ojos


La diosa de la justicia lleva una venda en los ojos, aunque no es la única. Las personas tenemos el defecto de no querer ver las cosas. Esa ceguera parcial nos relativiza todo aquello que queremos asumir, y nos hace rechazar todo aquello que pensamos que no nos conviene. Nuestro cerebro interpreta la partitura de la vida bajo un prisma mediatizado por la comodidad. Constantemente nos hace huir del esfuerzo lo que viene a reflejarse en hechos tan simples como que algunas personas sólo corren cuando temen quemarse en un incendio o les persigue un doberman. 
La venda en los ojos nos impide dejar de fumar, nos impide dejar el alcohol o hacer deporte, nos impide estudiar, nos impide limpiar,  nos impide hacer tantas cosas que, al final, vamos limitando nuestra vida. Esta se va haciendo pequeña, mínima, apenas si disfrutamos con nada y nuestra existencia acaba por no tener sentido.
La vida sería maravillosa si fuésemos capaces de quitarnos la venda de los ojos, abrirnos al mundo: a los demás, a la naturaleza, a la creatividad y asumir nuestro rol de seres normales y sociales.

Todos somos seres humanos, no hay nadie por encima de nadie. Todo el mundo tiene que aprender y que enseñar algo a los demás. El valor más olvidado y en desuso es la humildad, que la sociedad, equivocadamente, a sustituido por la apariencia y el culto al ego. La victoria del YO sobre el NOSOTROS esta provocando una sociedad individualista y débil, en lugar de construir -entre todos- una sociedad unida y solidaria.
La crisis actual es un ejemplo de deriva moral. Una crisis provocada por una gran ausencia de valores y auspiciada, a la par, por la ostentación y la apariencia.
La difícil situación que vivimos presenta dos caras bien diferenciadas: por un lado, los que están conservando su estatus y se aferran a esa venda en los ojos, y por otro lado, a los que han perdido sus trabajos y están sufriendo un fuerte revés emocional y económico.
Esas dos caras de la moneda son dos visiones de una misma sociedad, una sociedad, que queramos o no, esta abocada a cambiar por estar cimentada sobre un modelo insostenible. Lo que prima es la obtención de recursos de manera individual, sea cual sea el método, con el convencimiento de que los recursos son ilimitados; frente a una necesaria regulación de los recursos por parte de los estados y las instituciones que, democráticamente, hayamos elegido.
Las sociedades nunca se han regulado solas. La naturaleza, sí. El neo-liberalismo ha fracasado por que abogaba por una regulación natural de los mercados, comparando al mercado como un gran ecosistema, cuando lo que debería de haber tenido como referencia era los modelos de convivencia humana que hemos tenido a lo largo de nuestra dilatada historia.
Esa cambio social que se vislumbra como necesario y urgente -para todos aquellos que no llevan una venda en los ojos- debería basarse en el convencimiento de que los recursos son limitados, de que el planeta es un ser vivo y tenemos que cuidarlo. Un modelo social donde la igualdad de las personas sea una realidad y no una simple declaración de intenciones. Donde haya unos límites adecuados y lógicos para acceder a los recursos financieros. Donde la cultura y la educación sean la base sólida de la sociedad. Donde en las empresas privadas prime la organización y la productividad con criterios sociales y morales, frente a métodos consistentes en la especulación y el abuso.
Cuanto más nos alejemos del camino adecuado, más trabajo nos costará el  retorno.
La sociedad anda buscando ese cambio de dirección, ese golpe de timón que nos lleve al Mar de la Calma, un viaje necesario y urgente, donde lo verdaderamente imprescindible será que seamos capaces de quitarnos la venda de los ojos y busquemos un modelo más humanizado de sociedad.
La situación requiere, al menos, una reflexión. Los grandes cambios sociales se fundamentan en millones de cambios individuales. Solamente tenemos que animarnos a dar un primer paso y este sería, bajo mi punto de vista, comenzar a ver la vida con menos rigidez y tratar, desde la empatía, de flexibilizar nuestros planteamientos.
Siempre me he postulado, frente a los que lo ven todo blanco o negro, como un defensor a ultranza de los grises. El día que me quité la venda de mis ojos, me di cuenta de que el gris, pese a ser, a priori, un color poco llamativo me aportó muchas de las respuestas que andaba buscando.

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