lunes, 28 de mayo de 2012

Días de hospital XXX


Creo que es la primera vez que escribo sobre mi madre estando a más de 9.000 kilómetros de ella. La imagino en su cama da UCI del Morales Meseguer mientras que yo estoy en el Hotel Real de Minas de León, en el mexicano estado de Guanajuato. Siempre, para todo, hay una primera vez.
Una jauría de adolescentes inunda la piscina. Pegan unos gritos tan tremendos que parece que están haciendo algún sacrificio ritual al estilo maya, aunque su inocente juego tan sólo consiste en ir arrojándose vestidos, unos a otros, a la piscina. Mis pies arden. Todo el día de pie en la Expo Inter Beauty me han dejado hecho una colilla. Me consuelo pensando en que el esfuerzo, por fin, va a merecer la pena y que las cosas, en México, van a mejorar. 
Mi madre sigue respirando mejor, pero, al parecer, no lo suficiente como para retirarle la traqueostomía. A veces come bien y otras no tiene apetito. Dice que no le saca sabor a las cosas. Ella siempre ha sido de sabores fuertes; por algo ostentó, durante décadas, el título nobiliario de Reina de La Sal.
Estos días mi hermano, que ha regresado de Edimburgo, está con mi madre y eso la hace feliz. Nos ha contado historias que recuerda de cuando se encontraba a mitad de camino entre este mundo y el otro. No tengo claro que sean del todo ciertas, pero yo las voy a relatar aquí por si sí, o por si no.
Cuenta como ella se encontraba en un pasillo oscuro en el que tan sólo podía avanzar. Notaba que le clavaban agujas por todo el cuerpo. Más adelante conseguía llegar a una gran estancia donde se encontró con dos grandes piscinas: una blanca nuclear y otra azul cielo. No sabía que hacer. Sentía miedo de regresar y de introducirse en cualquiera de las dos opciones. No la dejaban pasar, alguien, o algo, se lo impedían.
De esta historia no recuerda nada más.
En el siguiente sueño que nos contó aparece mi sobrina Zaida con una niña pequeña. Mi madre le pregunta a su nieta qué quién es la chiquitina y mi sobrina le responde que su nueva nieta.
Evidentemente, esa nueva nieta no existe. Quizás, en realidad, sea una indirecta hacia mí. Lleva mucho tiempo ilusionada con el hecho de que le haga de nuevo abuela, pero, por hache o por be, no encontramos el momento .
Sigo pensado, en la distancia, en lo duro que debe ser estar ingresado tanto tiempo en un hospital. Me pregunto cómo será tener el cuerpo secuestrado en una cama y la mente volando, incontrolada y convulsa, hacia el pasado y hacía el futuro. Lo difícil que debe ser conservar la fe, durante tanto tiempo, en los cuidadores. El miedo que se sentirá ante cada nuevo tratamiento o cada nueva manipulación. Cómo será el sentirte a merced del destino, o del acierto o del fracaso de los demás.
La psicología de los sanitarios y el apoyo que prestamos las familia son el único faro que conduce a los enfermos hacia la esperanza. La enfermedad es de las pocas cosas que nos humaniza cuando nos sentimos dioses. Del todo a la nada en cuestión de segundos. 
Mi madre sigue su lucha en el hospital, mientras yo, continúo con mi lucha en México. En el fondo somos dos afortunados. Que bonito es poder seguir luchando.

sábado, 26 de mayo de 2012

¡Viva México, cabrones!



Cuando ya siento el trasero adormecido de estar sentado más de siete horas y media en un Airbus de Iberia sobrevolando el Atlántico rumbo a México, he decidido escribir un rato. No sé si ustedes han escrito mucho sobre el liliputiense teclado de una BlackBerry, pero les diré que no es nada aconsejable.
No existe un país en el mundo que ame y odie tanto como a México.
Los últimos trece años de mi vida, en cierta medida, gravitan a su alrededor, por motivos profesionales y por motivos puramente emocionales. Soy tan gilipollas que no consigo separar esos dos matices en mi convulsa existencia. El binomio profesión-emoción conviven, perfectamente, en mí como la sombra que me persigue, sin permiso, desde que tengo uso de razón.- Lo de que tengo uso de razón es un decir, no lo tomen ustedes, por favor, al pie de la letra.-
Odio los aviones con todas mis fuerzas. Me dan náuseas sus bandejas de comida plastificada y pestilente. Me provocan claustrofobia sus retretes. Me apenan sus veteranas azafatas y me provoca mucho asco la moqueta azul del piso rebosante de ácaros y otras bacterias de altos vuelos.
Cuando vuelo a México me fijo, de manera incontrolable,  en las monjas y sus llamativos atuendos, en los niños pequeños que lloran sin consuelo con sonido estereofónico, en las mujeres en edad de merecer que no merecen y en los tipos duros con cara de narcos, que, probablemente, no lo sean tanto y, por el contrario, sean más buenos que un pan de carrasca recién hecho.
En ocasiones me obsesiono con el aspecto de algún pasajero sobre el que improviso historias imposibles de novela negra. Otras veces, si me invade la nostalgia, me acuerdo de mi esposa o de mi hija, o de mi madre -que continúa en el hospital-, o de mi padre contando historias confeccionadas, deliciosamente, para justificar lo injustificable.
Los incontables viajes a México me han marcado a fuego como a una res. Detesto los tacos y el ceviche tanto como adoro el pozole, la arrachera o un rico huachinango a la veracruzana. No puedo tragarme el tequila y me apasionan la horchata del quiosco que hay frente a la Catedral de Villahermosa y el pumpo helado de Las Pichanchas de Chiapas, donde gritan todos los meseros al unísono: ¡Una de pumpo! Comería, a diario, en el Rey del Cabrito de Monterrey, o en el Restaurante Vasco del zócalo de Oaxaca. Me bañaría, eternamente, en un cenote de Yucatán antes que ir a la zona hotelera de Cancún, donde nunca encontré nada que me sorprendiera más allá de los vómitos de los gringos adolescentes.
Me he sentido, en infinidad de ocasiones, un improvisado invitado a cientos de lugares donde coexisten, en perfecta simbiosis,  la magia y la violencia; la más increíble y  profunda calidad humana y la más desgarradora y despiadada crueldad.
Creo que, por más viajes que pudiera seguir haciendo, en los próximos años, a este enigmático y paradisíaco país, nunca llegaré a comprender, lo suficiente, su lógica y su laberíntica idiosincrasia.
Si viajara toda mi vida a esta enorme y fascinante nación multicultural nunca dejaría de ser un mero espectador y un pinche extranjero más del que desconfiar.
Hace algún tiempo celebré mi cumpleaños en San Sebastián Etla. Mis compañeros me regalaron un cake “envenenado", con una leyenda escrita con un sucedáneo de chocolate, en el que se podía leer: ¿Soy mexicano, y qué?
Nunca entendí, muy bien, el sentido de esa pregunta trampa, como nunca entenderé muchas otras que: cada vez que viajo y que regreso de este país, me planteo obsesivamente.
¡Ay, México!. De nuevo en México… Faltan más de dos horas para tomar tierra en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez y ya te siento en mi pecho. ¡Viva México, cabrones!

miércoles, 23 de mayo de 2012

Mi batalla interior en Cracovia



Tengo muy poca batería y eso me obliga a concretar. Como decía un viejo conocido asturiano, afincado en México: “para hacéroslo corto” tan sólo diré que estoy en Cracovia, que hace una temperatura de ensueño y que estoy trabajando, si es que a lo que yo hago se le puede denominar así. Mi cliente polaco esta cagando los plumas. Su competencia se lo está comiendo por los pies y no tienen ni la más remota idea de cómo van a responder al golpe, si es que aún estuvieran en condiciones de hacerlo. El mercado de los accesorios y los complementos de peluquería ha caído victima de la competencia china. Todos los fabricantes de esos accesorios se fueron alegremente a fabricar a China, para ganar más, y ahora, veinte años después,  cavan sus propias tumbas, con palas fabricadas en China, que produce un tipo que es primo del que fabrica los secadores para el pelo y cuñado del que hace las tijeras que antaño se fabricaban con el mejor acero alemán de Solingen.
El libre comercio destroza el comercio, como un alcohólico, haciendo uso de su libertad, destroza su propio hígado y esquilma los recursos públicos por su caprichosa y libertaria elección.  El exceso de libertad es tan dañino, o más, que el exceso de limitaciones.
Hace tres años y medio les convencí de que trabajar con nosotros era una vía muy adecuada para diversificar su empresa y seguir creciendo. Hoy día, es la única sección de su empresa que se continúa desarrollando, cuando todas las demás secciones se les vienen abajo estrepitosamente y sin red.
 Cuando les he dicho que tenemos que buscar y explorar nuevos escenarios para mejorar la distribución en Polonia, han abierto los ojos como platos. Nuestra experiencia es tan valiosa, para ellos, como nuestros productos o nuestros precios. Nuestros consejos y nuestra implicación le pueden suponer el ser o no ser.
Apoyar a los clientes forma parte de nuestra responsabilidad. Es un acto de valentía, como en su día lo fue el hecho de venir a vender aquí. Las ideas pululan en mi cabeza, desordenadas, e intento buscar soluciones innovadoras para adaptar modelos de colaboración exitosos a esta situación particular. Mi cerebro es un tetris del que, en lugar de inútiles piezas geométricas, caen propuestas deformes e ininteligibles que intento interpretar y ordenar para que no desborden mi pantalla mental y mis clientes, y yo mismo, perdemos la partida y game over.
Mientras realizamos una formación, en la que están participando un grupo de estilistas; Kristoff, me mira mientras escribo, intentando entender las nuevas directrices que le he propuesto para su futuro. En sus ojos percibo la necesidad y la ansiedad. Girar a la derecha o la izquierda, hacer esto o aquello, crear estructura o desestructurar, marcarán irremediablemente su destino.
Mi trabajo es apasionantemente jodido. Nunca sé si trabajo o no. Tan sólo me dedico a interpretar realidades y buscar soluciones, que, en la mayor parte de las veces, proceden más de los bloqueos interiores que a grandes problemas externos.
En todo este tiempo me he dado cuenta de que sólo consigo ayudar al que busca, con sinceridad,  la raíz de sus problemas desde su interior y no todo lo achaca a las crisis externas o a la competencia china. Si los chinos o la crisis nos aprietan, nosotros tenemos que maniobrar con inteligencia, rapidez y creatividad.
La peor crisis es la que uno se traga y no consigue digerir. Los polacos quieren dar la batalla. Lo sé porque andan buscando un nuevo escenario donde sus golpes y sus esfuerzos vuelvan a tener sentido.
Siempre se ha dicho: querer es poder.

martes, 22 de mayo de 2012

Un alebrije en Ryanair



Sé, perfectamente, que sentirse un alebrije en un avión de Ryanair sobrevolando algún punto desconocido del mapa, entre Polonia y Alemania, no tiene mucho sentido, ni falta que le hace.
 Queremos, como un mantra que nos persigue, que todo tenga sentido. Que todo lo que hagamos o sintamos sea perfecto, sin darnos cuenta de que eso es imposible. Como tan imposible es que lo reconozcamos públicamente. Hoy, esa imperfección me ha llevado a sentirme un alebrije mientras volaba a unos cuantos miles de pies de altura, y, pese a lo alto que estaba, no dejaba de oler a pies,  a sobaco y a mil demonios sin duchar.  Me he reconocido como un alebrije oaxaqueño, mitad dragón y mitad Pegaso, aunque me hubiera gustado más sentirme un alebrije unicornio azul con alas de mariposa monarca de Michoacán.
Siento que la gente me mira extrañada. Quizás sean capaces de ver, quién sabe, al alebrije que me ha invadido, con tanta claridad como yo veo en sus caras la insatisfacción, o quizás, la envidia de no ser capaces de sentirse algo fuera de la normal, aunque sea de cuando en cuando. La norma nos mata, travestida de rutina, con suma corrección, con una muerte lenta y dulce, como los suicidas que se quitan de en medio abriendo el gas.
Con mi boca de dragón devoro unas Pringles y bebo una Coca Ligth sin tener muchas ganas. En realidad busco ocupar el tiempo engordando sin mesura. Trago mierda, a precio de oro, mientras sobrevuelo nubes aburridas de dar vueltas y de mear agua ácida exfoliante sobre bosques relictos  de color verde esmeralda.
Disfruto mucho con mis ojos de alebrije de visión binocular. Con un ojo miro las tetas a un rubia polaca, entrada en carnes, y, con el otro, a un joven melenas que le un artículo de una revista antisemita, cuyo logo, una bandera polaca con una horca de la que pende la estrella de David, me provoca náuseas.  Me dan ganas de golpearle en la cara de cerdo colorado que tiene, con mi cola de dragón, pero no lo hago por falta de espacio para desplegarla  y tomar el impulso necesario para que el golpe surtiera su necesario efecto demoledor.
El azafato de Ryanair nos machaca la cabeza, en tres idiomas distintos, con la venta de las tarjetas de rasca y gana. Los alebrijes no solemos ser adictos a los juegos de azar, ni a los cigarros sin humo, ni a los perfumes de oferta. Los alebrijes observamos, tanto como nos observan, de manera callada y reflexiva. Desde el mundo irreal observamos el mundo real y nos partimos el culo de la risa haciendo una tesis doctoral sobre el mercado de las apariencias.
Una pareja de novios no deja de besarse al lado de Sylvain, mi compañero francés, que juega con su BlackBerry y de reojo mira a un azafato pluscuamperfecto salido de la revista Zero.
El amarillo y el azul de Ryanair se complementan, perfectamente, con mi colorido desbordante. Destaca, sobremanera, sobre los colores decrépitos y monótonos del resto de los pasajeros. Sin duda, sentirme como un alebrije, en este vuelo, me ha sido muy útil para ver la vida en tecnicolor, desde un nuevo filtro polarizado a mitad de camino entre la mitología prehispánica y un souvenirs de a veinte pesos.

viernes, 18 de mayo de 2012

El 15-M no va bien.


El movimiento del 15-M ha decidido manifestarse cada vez que la prima de riesgo española suba de los 500 puntos y yo, por mi parte, he decidido que, cada vez que esto ocurra, me voy a tomar un ansiolítico picadito con tequila. Como dicen en mi tierra: es como si te duele la cabeza y te rascas los cojones.
La deriva del 15-M estaba cantada. Ellos presumen de ser una nueva estructura de participación social cuando tan sólo alcanzan a parecerse a una versión contemporánea del anarquismo asambleario. Esa es la sensación que recibí cuando asistí a las primeras concentraciones y es la que hoy, un año después de aquellos ilusionantes acontecimientos, sigo teniendo.
Bajo mi punto de vista, ese movimiento esta totalmente desenfocado y predestinado a ser una caricatura de lo que pudo haber sido y no fue. La gente pedíamos valentía y el movimiento se ha enrocado en asambleas y asambleas y más asambleas, y votaciones y votaciones y más votaciones.
¿Por qué se niegan a dar un paso hacia el terreno político? ¿Acaso, tienen miedo o desconfianza de ellos mismos? ¿Por qué no surgen líderes? ¿Piensan cambiar el mundo a mano alzada?
Vuelvo a revivir las mismas sensaciones de utopía que cuando, de jovencito, asistía a las asambleas del movimiento ecologista en España, en las que no se sacaba nada en claro, más allá de editar pegatinas y póster con un nido de águila y cuatro huevos.  
Según mi opinión, el hecho de que en el 15-M no surjan lideres propios es un signo evidente de que ese movimiento es un títere de otros. Su razón de ser, por tanto, sería, únicamente, remover el avispero y que las avispas -los votantes- salgan disparados hacía todos lados. Su función principal, en el plano político, sería la de atacar en la médula espinal al bipartidismo recalcitrante que ha manejado España desde los orígenes de la democracia, y, si eso fuera cierto, algunos partidos minoritarios deben estar detrás orquestando y organizando esta estrategia. Quizás por ello, esa fuerza social tan grande, no haya derivado en una realidad política con entidad propia, como reclamaba y reclama parte de la ciudadanía que salió a la calle a mostrar su indignación.
El 15-M no va bien. La gente esperaba iniciar un camino. Ansiaba conseguir unas metas y encontrar nuevos representantes con discursos novedosos e ilusionantes. Aire fresco. Sabia nueva con la que recobrar la ilusión, pero nada de eso ha sucedido.
Un año después aún cuesta trabajo definir al movimiento. Nadie sabe, con claridad, de dónde viene ni hacia dónde va. He de reconocer que soy uno de tantos indignados desilusionados.

martes, 15 de mayo de 2012

Días de hospital XXIX


Si Pedro Almodovar hizo la película: "Todo sobre mi madre", yo estoy escribiendo el guión de un culebrón murciano que podría llevar por título: "La Loli remenber, historia de la típica madre sufridora". No creo que le interesara el guión ni al ruinoso Canal 7, pero yo lo estoy escribiendo por si sí, o por si no.
Hoy, mucho tiempo después de su ingreso en el hospital, allá por el seis de marzo pasado, mi madre tiene un aspecto formidable. La sangre que le metieron ayer se le nota bastante. Debió pertenecer a un donante energético y vigoroso porque, hoy, mi madre tenía ganas de salir corriendo en bicicleta  de la UCI y subir el Puerto de La Cadena.
Los donantes de sangre están siendo, durante todo su ingreso hospitalario, sus ángeles de la guarda. Donar sangre es un gran acto de solidaridad, aunque tengo que reconocer que las veces que yo he donado sangre, más allá de ejercerlo como un acto altruista, tenía como finalidad comerme un bocata de jamón y un refresco por la patilla.
Hace tiempo que no dono sangre. No tengo muy claro que mi sangre sirva para mucho, ya que las transaminasas me fluctúan, incontroladas, como la prima de riesgo española o el indice nikkei.
En el Bar Josepe teníamos un cliente al que amigablemente llamábamos "El champules" al que le pasaba algo y no sabíamos qué. El buen señor venía siempre en una bicicleta que desplazaba tan despacio que siempre parecía que se iba a caer. Cuando se bajaba de la bici los clientes salían corriendo a ayudarle porque daba la sensación de que iba a volcar y pegarse un trompazo con el suelo. Después entraba al bar arrastrando lo pies y su fatiga crónica sólo se veía aliviada con un buen chato de vino -al que él llamaba champú- y una croqueta de merluza como Dios manda.
Por medio de otro cliente nos enteramos, por fin, de qué era lo que le sucedía al pobre señor. "El champules", en sus años mozos, vendió tanta sangre, para poder comer, que estuvo a punto de morirse. Hoy día, esa historia, en España, nos parece increíble. Estos días en los que mi madre se ha beneficiado de tantas y tantas bolsas de sangre, me han hecho recordar que estas situaciones, como las de este pobre señor, se pueden estar repitiendo en muchos lugares del planeta. 
Pero volviendo a los donantes altruistas de sangre, quiero agradecer públicamente, en nombre de mi familia, a todas aquellas personas que, en un derroche de generosidad hacia los demás, aportan su sangre para salvar, de manera anónima y poco reconocida, a miles y miles de personas. Ese acto de solidaridad tiene mucho mérito. Y si no que se lo digan a mi madre.

domingo, 13 de mayo de 2012

Días de hospital XXVIII


Esta mañana le he dado un repaso a los números romanos. Son muchos días los que han pasado, y los que quedan, y he necesitado recurrir a la wikipedia para no meter la pata con tan elegante numeración.
Aunque estudié en los Maristas -un colegio de ricos al que me llevaron mis padres, para que fuera un hombre de provecho y no un piltrafilla- el único título que alcancé fue el de paseante de libros, por lo que estoy condenado, de por vida, a ser aprendiz de todo y maestro de nada.
El recurrir a la wikipedia viene al hilo de que mi madre, nuevamente, ha sufrido una recaída. La fiebre ha vuelto a hacer acto de presencia, así que, una nueva oleada infecciosa ha venido a visitarla. 
Cuando intenté ser agente forestal estudié las plagas del bosque y la forma de combatirlas. Recuerdo que una estrategia era dejar algunos árboles caídos para que en ellos se cebaran las plagas y luego prenderles fuego. Al débil le acude todo. El refranero popular se refiere a esto mismo diciendo: A perro flaco son todo pulgas. Mi madre es una diana perfecta para las infecciones y esto nos provoca estupor. 
Durante días ha llevado la vía del cuello sangrándole, pero, al parecer, eso estaba dentro de la normalidad. Nosotros, que no hemos estudiado medicina, ni enfermería, ni hemos hecho cursos de intensivistas, sentíamos temor por el aspecto que estaba adquiriendo la zona del cuello, y hete aquí el resultado.
Supongo, que nuestro papel en esta historia debe ser el mismo que el de mi madre. Aguantar, aguantar y aguantar.
El temor que invade a nuestra madre es nuestro temor y su impotencia nuestra impotencia y nuestra desesperación. Somos una familia en pleno naufragio y el timón de la nave no responde. Hemos perdido el norte y las olas nos golpean. Nos sentimos, más que nunca, en manos del destino. A merced de un océano de olas y oscuridad. No sabemos si la próxima ola que nos acometa será la definitiva.
Siento miedo por lo que me pueda encontrar este mediodía en el hospital. Ayer de nuevo falleció otra persona. La familia lloraba desconsolada y yo miraba perplejo y sin palabras, como si, por momentos, yo también me sintiera traqueostomizado como mi madre.
Recuerdo un comentario que hizo una señora gitana, que iba toda vestida de negro, en la sala de espera: "Con los médicos hay que estar vivos como una culebra",decía.
Como todos estos días atrás, el futuro, para ella y para nosotros, empieza hoy. Ójala que no sea nada, mamá. Nos encomendaremos a Fleming.

sábado, 12 de mayo de 2012

Apenas tenía quince años


Pretendo, si fuera posible, intentar un acto de regresión. Olvidarme de todo lo acaecido con posterioridad y que mi mente volviera a cuando tenía quince años. De ser así, hoy me hubiera levantado temprano, hubiera desayunado un vaso de leche ardiendo con mucho Cola-Cao y un buen montón de galletas María -antes de que los Fontaneda vendieran su galletera- para correr desde mi casa -en Ronda de Levante- hasta Monteagudo por el camino viejo, y regresar, al mismo punto, por la antigua carretera de Alicante. Tras ese entrenamiento, posiblemente, me hubiera puesto a contestar correspondencia de la extinta Asociación Terrariófila y Acuariófila Schuberti (ATAS), o dar de comer a mis bichos, o limpiar los fondos de los acuarios, donde los sumatranos y los neones eran algunas de mis pequeñas joyas. Después de comer macarrones con tomate, a lo tragapavo, saldría a jugar un partido de fútbol con mi club de toda la vida: el Racing de La FLota, para enfrentarnos al Naval de Cartagena, o al Kelme de Elche, o al Real Murcia.
Aquello era un no parar. Una vez finalizado el partido me volvía raudo a mi barrio con la ilusión de ver a la niña de mis ojos, a pesar de que ella -cosas de la edad- ya se andaba fijando en chavales tres o cuatro años mayores que yo y eso me preocupaba.
Lo que al principio era una intuición, pronto se confirmó y, de ese modo, sufrí mi primera gran decepción amorosa. El barrio, desde ese instante, comenzó a parecerme más feo. Los juegos con los amigos ya los sentía desfasados e insulsos. Nada me ilusionaba. Tan sólo mis peces tropicales, mis tortugas y mis culebras bastardas conseguían evadir de mi mente la imagen de mi amiga saliendo del barrio, en dirección al centro de la ciudad, de la mano de un zanguango barbicerrado de un metro ochenta y pico.
En ocasiones me consolaba en mi cuarto con una bombona de butano. No. No es que me la aplicara por semejante sitio, ¡mal pensados!. Se lo voy a explicar mejor: Me acostaba en el suelo boca arriba y, a modo de pesa de halterofilia, la levantaba sobre mi pecho con ambos brazos más de cien veces por sesión. Una vez finalizado el gasístico ejercicio realizaba un sinfín de flexiones y abdominales hasta que me ardía la pelleja. 
Como podrán suponer, después de tan frenética actividad deportiva, tenía siempre unas enormes ganas de cenar y, por supuesto, se difuminaba, en cierto modo, el agobio y la mala leche que sentía al recordar al Geyperman que me había levantado a la parienta.
Mientras mi madre preparaba la suculenta y abundante cena, yo bajaba un rato a la calle a ver qué se cocía por allí. En ocasiones, mi amigo Lorenzo, al que siempre consideré como un hermano, me acompañaba a casa para echarme una mano con los bichos y, con la escusa, se quedaba a cenar y, cómo cenaba. ¿Donde metes lo que comes?-le decía mi madre. Lorenzo no  decía nada para no perder bocado, tan sólo respondía con una gran sonrisa, se apartaba, constantemente, el flequillo que le tapaba los ojos, mientras le hincaba el diente a un bistec de ternera con patatas fritas y se zampaba un enorme vaso de Pepsi. Otra cosa no, pero Lorenzo y yo siempre tuvimos claro que lo nuestro era la Pepsi.
Así era un día cualquiera de mi vida cuando yo apenas si tenía quince años. Espero que les haya gustado este pequeño acto de retrospección. Parece que fue ayer, y ya han pasado casi treinta años.

viernes, 11 de mayo de 2012

Días de hospital XXVI



Recuperar la respiración es la máxima prioridad que tiene mi madre, en este momento, pero le da mucho miedo. Sólo pensarlo hace que se bloquee, de tal manera, que el ejercicio se le convierte en algo así como si a usted que esta leyendo, o a mí,que estoy intentando escribir esto, me diera, que no me va a dar, por subir en bicicleta a la Cresta del Gallo.
Por lo demás, todo continúa en franca mejoría, aunque no sabemos nada de la biopsia que le practicaron tras su operación, a pesar de que lo hemos solicitado por activa y por pasiva.  
Mi madre tiene miedo y yo también. Ella por su respiración y yo por los próximos viajes de trabajo que tengo a Polonia, México y Finlandia que me van a tener alejado de ella casi veinte días. Soñaba con que, para esas fechas, ella ya pudiera estar en planta, pero me temo que no va ha ser así.
Le he informado, pizarra en mano, de que su Atletic de Bilbao sucumbió en Bucarest ante el tigre Falcao, un señor de Colombia que tiene olfato de gol hasta cuando tiene gripe. Me recuerda en sus movimientos al mexicano jubilado Hugo Sánchez que también vistió la elástica del Atlético de Madrid antes de fichar por el Real Madrid. Mi madre es menos futbolera que mi recientemente fallecida abuela Mercedes. Así que me ha dicho que le da igual lo del Bilbao, y lo de Falcao y lo de Hugo Sánchez. Lo que ella quiere es irse a su casa y punto.
Si yo estuviera en su lugar no se que haría. Mis estancias hospitalarias nunca fueron más largas de tres o cuatro jornadas, así que no tengo experiencia suficiente como para aconsejarle. Pero si pudiera leer, leería y si pudiera escribir, escribiría. Pero mi madre solamente puede mirar a la pared azul y pensar. 
Sus pensamientos, en ocasiones, según nos ha comentado, le traen, inconscientemente, a la cabeza, un perro blanco que había en una finca, frente a la casa de mi hermano cuando vivía en Barcelona, y que siempre estaba solo y encerrado. Aquellos ojos perrunos lastimeros se le clavaron en el subconsciente y ahora se le aparecen, sin control, estando despierta o dormida. Quizás esa empatía supina, con ese perro, sea el reflejo de su propia realidad. El perro encerrado en su vallado y mi madre prisionera del Box número 11. El perro sujeto por una cadena infinita de hierro galvanizado y mi madre conectada a casi una decena de gomas y de cables. Mi madre mirando, a lo lejos, los tejados decrépitos de un barrio que envejece y, el perro, tras la valla, mirándola a ella con resignación y ansiedad. Quizás por eso, se acuerda tanto de él. En el fondo, los dos tienen algo en común.

martes, 8 de mayo de 2012

Días de hospital XXV


Lo que menos le gusta a mi madre son los ejercicios de agudeza visual que le hago todas las noches. En una pizarra, que le compró mi hermano, le dibujo, a mi manera, cosas tan variadas como: un orinal, unas gafas, una bombilla, un bocata de jamón, etc, y ella lo resuelve con agilidad, al estilo mudo, hasta que se cansa y me manda a tocarme la chorra. Siempre que se cabrea conmigo me dice lo mismo. ¡Tócate la chorra, nenico! A pesar de su traqueostomía  ya la entendemos muy bien, sobre todo si desde el principio no perdemos el ripio de la conversación.
Esos ejercicios visuales, no sirven de mucho, pero yo la entretengo un ratito, y en ocasiones, mientras no se cansa, nos reímos juntos. 
Intento contarle cosas: noticias de actualidad, chismes de la familia real, o información relativa al Atlético de Bilbao. Lastima que se vaya a perder la final de la Liga Europa. Hubiera disfrutado mucho viendo el partido y comiendo pasteles de carne, pero no importa, yo le haré un resumen y, si gana el equipo vasco, le dibujaré la copa en la pizarra, con el resultado, y yo me comeré su pastel y el mío.
La radio que le compró mi hija, no la quiere. Dice que se oye muy mal, y tiene mucha razón, se oye más ruido que otra cosa. Sintonizas una emisora y a los dos minutos se pierde y vuelve el ruido, así que ella dice, cuando le pregunto si quiere la radio, que me toque la chorra.
La antigüedad en la unidad de los intensivistas le ha dado derecho a enfundarse un camisón. Eso la ha hecho un poquito más feliz, ya que, ella, desde un principio, se sentía incómoda emulando a Eva todo el día. No por falta de Adán, ya que, al mediodía, vienen su novio y su ex-marido -que es mi padre- a verla. 
Cada uno de ellos se coloca a un lado de la cama y se ponen tan ricamente a charlar. Según parece, ninguno de los dos es capaz de leerle los labios a mi madre. Así que ella, entre sus dos hombres, se aburre como una ostra. Dice que se queda descansando cuando se van, aunque yo creo que, en el fondo, se siente muy a gusto, viéndolos ahí, todos los días, por muy mendrugos que sean.
Los días van pasando y mayo va adquiriendo personalidad. El calor húmedo de Murcia comienza a hacer acto de presencia y el termómetro ya se acerca, a menudo, a los treinta grados. 
Todas las noches, al regresar del hospital, me reciben en casa con alegría: la salamanquesa Teresa y el autillo Pedrillo. La salamanquesa zigzaguea en el forjado de la entrada, a velocidad de vértigo, y el autillo ulula con su cadencia infinita y parsimoniosa preguntándome por mi madre.
Yo les informo de que todo va bien y cierro la puerta. Tras de mí dejo una jornada más, repleta de esfuerzos, luchas e ilusiones. Ahora me estoy dando cuenta de que tener madre es una de ellas. Más vale tarde que nunca.

sábado, 5 de mayo de 2012

Días de hospital XXIV



He dejado de tener audiencia, en este blog, cuando he moderado el sonido de mis gritos ante la situación agónica que padeció mi madre. Ahora no me lee ni el tato. Los días pasan a galope tendido para nosotros, y lentos como una tortuga mora en los campos de Lorca, para mi madre.
Navegando en este Mar Menor murciano de la tranquilidad, me gustaría que mis dedos sobrevolaran, sutiles como el vuelo de un charrán, sobre  el teclado de mi portátil y transcribieran, mágicamente, todos mis sentimientos. Que fueran capaces de hacer fluir, como el agua fresca que fluye del manantial, allá por la inmensa Sierra de Moratalla, al ritmo estrepitoso y compulsivo de los tambores, las palabras acertadas para engrandecer, como se merece, la sencilla vida de mi madre.
La belleza de mi tierra es la belleza de mi madre. Cada vez que llego a su box, su cara se ilumina impregnada de esperanza y en su boca se dibuja una sonrisa, tan grande y bonita, como el arcoíris después de una tormenta en  las neveras de Sierra Espuña entre las que corretean los arruis.
Mi madre, mezcla de andaluza y murciano, procede del costón del Río Segura. Antes, los pobres más pobres de Murcia malvivían allí, sobre lo que hoy es un enorme y casi decrépito hipermercado Eroski, en el Polígono Infante Don Juan Manuel, antigua carretera de Beniaján. Se crió entre acequias, huertos de patatas, coles, lechugas, alcachofas, limoneros y naranjos. El río aún era un río. Mi abuelo, en las noches de crecida velaba. Con una caña larga medía la subida de las aguas, vigilando que el río no se llevara a su familia por delante. Mientras tanto, miraba los aparejos por si alguna anguila picaba y, con un poco de suerte, el día siguiente amanecía con más esperanzas de que su familia comiera algo decente.
Los pies de mi madre proceden del barro huertano y la reseca tierra almeriense, por eso, o por su prótesis de rodilla, los arrastra un poco. Hoy, al mediodía, la han encaramado en lo alto de una grúa y la han sentado en un sillón,durante una hora, como a una reina. La respiración también a mejorado un poco (una miaja)* y hoy la he encontrado (encontrao)* menos alterada (trabiscorneá)* que días pasados. Su resistencia se está venciendo, como vencida esta su huerta, y se muestra tan resignada ante su situación, como los "resignados" con la suya. 
Nos ha pedido que reguemos sus plantas, que arreglemos una persiana que  tiene rota, que le quitemos la bañera y que le pongamos un pié de ducha para que ella, cuando salga del hospital, pueda asearse, en su casa, con más comodidad. También nos ha pedido que le compremos un chándal, tipo Fidel Castro y Hugo Chávez, que son los dos dirigentes mundiales que marcan tendencia en la moda posthospitalaria. Mi madre no quiere ser menos que esos trasnochados mandamases. El chandal y las zapatillas de deporte los ha pedido porque ella quiere tomarse en serio, de una vez por todas, lo de salir a caminar. 
Todo esto, sin duda, para nosotros son buenas noticias. Su mente comienza a proyectarse hacía el futuro, por tanto, comienza a darse cuenta de que vuelve a tenerlo. Quizás ese sea el camino que debe seguir. Tras dos meses de hospital, su mente ya se siente capaz de volver a reconquistar su normalidad. 
Muchos ánimos, mamá, estamos siempre contigo. Si tu sueñas con pasear con tu chándal y tus gafas de sol, yo sueño con el día en el que pueda llevarte, de nuevo, a tu casa.


*Palabras procedentes del Panocho el idioma de mi tierra.

jueves, 3 de mayo de 2012

Días de hospital XXIII



Marzo airoso, abril lluvioso, sacan a Mayo florido y hermoso. Mi madre dice mucho este refrán .Bueno, lo de dice es un decir,vamos que le gusta mucho.
Curiosamente, el aire de marzo y las lluvias de abril ya se le han pasado en el hospital, y las flores de mayo, al ritmo que vamos, también.
Las enfermedades son una prueba de fondo para las que nunca estamos suficientemente preparados. Pero el dolor hace callo.
Ahora soy, lo reconozco, menos sensible al dolor ajeno que cuando mi madre ingresó en el hospital. Observo, como un zombie, cuando los familiares, en la puerta de cuidados intensivos, se abrazan desesperados ante las malas noticias y estos lloran y se desesperan, y yo, como el que oye llover.
Mi madre no cree nada de lo que le decimos. Nos sigue preguntado cosas tan básicas o existenciales como:¿Volveré a hablar?¿Podré caminar?¿Dejaré, alguna vez, de tener diarrea?¿Qué dicen los médicos? Ante lo que yo le respondo que dicen que va mucho mejor y ella se cabrea mucho. ¿Pero cómo que estoy mejor, si estoy desesperada?
Mi madre tiene falta de recargar su paciencia. Si la paciencia fuera como un teléfono móvil sería fácil recargarla, pero que pena que no sea así.
Hemos intentado que escriba en una pizarra, para mejorar nuestra comunicación, pero el intento ha sido tan infructuoso como el de las manifestaciones que, el día primero de mayo, desfilaron por la calles de Murcia y que mi madre no alcanzó a escuchar al tener los oídos llenos de mocos.
Nosotros nos sentimos tan ridículos con nuestra pizarra, como los sindicalistas se debieron sentir con sus pancartas y sus banderas.
Nuestra Loli siempre nos pregunta, a todos los que vamos a visitarla, qué y dónde hemos comido. A ella, por ser cocinera, siempre le ha interesado mucho la gastronomía. Su ternera en salsa, su tortilla de patatas, su pulpo con tomate, su ensaladilla rusa, y un incontable número de tapas más que hicieron, durante años, las delicias de promociones de estudiantes de Ciencias Empresariales, del Instituto Alfonso X El Sabio, de la Escuela de Artes y Oficios, de empleados de la Seat, cuando aún era una empresa estatal antes de ser mal vendida a los alemanes de Volkswagen, de los trabajadores de la compañía telefónica de España, ahora Movistar, de los médicos y los enfermeros de la Arrixaca Vieja, ahora conocido como hospital Morales Meseguer, y de los agentes de la Guardia Civil.
Mi madre, sin que nadie se lo reconozca, a contribuido con su abnegado esfuerzo, entre los modestos fogones del Bar Josepe, a salir adelante a generaciones de profesionales de todos los ámbitos y de todas las valías. Sin embargo, a ella, muy poca gente ha venido a agradecerle su entrega y su dedicación. Su único reconocimiento le venía de la mano de aquellos que, tímidamente, se acercaban a la puerta de su minúscula e insalubre cocina y le decían: ¡Loli que manos tienes, no hay nadie que hagas las tortillas como tú!
Ella, como le sucede ahora, no sabía si creérselo o no.

martes, 1 de mayo de 2012

Días de hospital XXII


Ayer disfrute mucho de la risa de mi madre. Puede sonar a pedantería pero ver a una madre sonreír, en cuidados intensivos, es algo maravilloso. Sólo es comparable a escuchar el primer llanto de tu hijo, o a que te toque el gordo de la lotería de navidad. La vida es tan maravillosa que, en cuestión de días, puedes pasar de desconfiar en los médicos a amarlos y venerarlos tanto como un mexicano venera a la Virgen de Guadalupe o los madridistas a Cristiano Ronaldo.
La mejoría de mi madre es nuestra propia mejoría. Lo único triste de todo esto, especialmente para ella, es que mi hermano ha tenido que regresar a Edimburgo, para trabajar, y eso la invade de nostalgia.
Ayer los médicos le autorizaron a tomar su primera manzanilla, y al principio sintió temor a beber, pero luego lo aceptó con resignación. Nunca me había planteado el hecho de que tomar una manzanilla pudiera tener tanta trascendencia ni provocar un rechazo de esa naturaleza. Lo que para unos es una cagada para otros puede suponer toda una proeza.
Estoy descubriendo, estos días, que el submundo hospitalario es un misterioso caldo de cultivo de virus, contradicciones emocionales y replanteamientos morales de difícil entendimiento. Tengo que reconocer que, al igual que mi madre no volverá a ser la misma cuando, por fin, salga del hospital, yo tampoco seré el mismo que la trajo al sanatorio. Algo habrá cambiado para siempre. En mi caso, esta situación tan agónica, me ha servido para encontrarle más sentido y más valor a la relación con mi madre. 
He vuelto a disfrutar besándola, acariciándola, velándola o llorándole mientras dormía su inconsciencia y, a través de una mágica reacción, yo recobraba la mía.
Mi familia desunida a encontrado, de nuevo, la razón para apretar nuestro nudo gordiano, con la unánime ilusión de ver a nuestra madre recuperada en su casa, lo antes posible, para poder seguir escuchándola recitar su lista de la compra, de sus tareas domésticas o historias diversas de gente que nunca hemos conocido y, probablemente, nunca lleguemos a conocer. 
Con sus defectos y sus virtudes, hemos redescubierto cuánto la queremos y la necesitamos. Mucho más de lo que nosotros mismos, en un principio, pensábamos. Siempre he escuchado, que no le damos valor a las cosas hasta que las perdemos, y aún estando de acuerdo con este planteamiento, yo añadiría, no nos damos cuenta de cuanto queremos a alguien hasta que nos lo quieren arrebatar.
Mi madre, es mi madre y quiero que lo siga siendo por mucho tiempo. Soy un egoísta, lo reconozco, pero no quiero perderla por nada del mundo.
Muchos ánimos, mamá, después de todo lo que has pasado, esto lo tienes  chupao.