domingo, 28 de abril de 2013

Mensaje en una botella


Cuando Alfredo se agachó a recoger aquella botella de cristal transparente que parecía contener algo dentro, la cala nudista de Mazarrón se lucía esplendorosa y tranquila, las olas llegaban entregándose dulcemente a la orilla y la gaviotas chillaban como si las fueran a ensartar a todas por el culo en el hierro candente de un asadero de pollos. Cuando esto sucedía, Alfredo no podía sospechar que su vida pegaría un giro copernicano, como el que pegó, cuando se agachó, por curiosidad, a recoger aquella extraña botella y se le escapó un tremendo pedo que puso patas arriba a un cangrejo que por allí, para su desgracia, transitaba.
Aquel domingo, mientras su esposa se dedicaba a los quehaceres domésticos, en los que Alfredo tenía como única misión bajar la basura, él, como de costumbre, se fue a la playa a ver tías en pelotas. Lo hacía desde que tenía  trece años, después de comprar el pan, única tarea que su querida madre le asignaba como contribución a la causa familiar. De ese modo le habían educado y así debía de ser. ¿Quién era él para cambiar hábitos familiares tan arraigados?
Aquella mañana no había mucho que mirar. Tan sólo un par de señoras como Angela Merkel, o quizás un poco más gordas, y una francesa tan escuálida como el palo de la bandera del Cuartel de Artillería, donde, años atrás, Alfredo hiciera la mili como cabo de la armería, prestando servicio a un Subteniente alcoholizado que, como única contribución al glorioso ejército español, tenía la de beberse todas las botellas de whisky DYC evitando, con ello, que los soldados cayeran en la tentación alcohólica. Si me las bebo yo, hip, no se las beben ellos, hip. Así de bien justificaba sus habituales cogorzas el chusquero.
Alfredo nunca había tenido buenos modelos que le justificaran un espíritu reformista, al contrario, por su vida tan sólo se había ido cruzando gente de su misma calaña. Gentes de vidas toscas, lúgubres y chapadas a la antigua. El recorrido intelectual de Alfredo no iba más allá de las cartillas de Rubio y de la bola del mundo que le regalaron en el día de su comunión y que, por desgracia para él y el mundo de la geografía, no duró ni diez minutos en aquel improvisado partido de fútbol que organizó con ella y con sus amigos en el atrio de la iglesia. El puntapié de su amigo Pepito, sobre el norte de Europa, dio por finiquitado el encuentro con el resultado de: los del barrio de arriba dos, los del barrio de abajo cero, y por extensión con la esférica cartografía.
Cuando agarró la botella que se movía, justo en la orilla, por el vaivén de las olas, Alfredo se sintió intrigado. Quitó los moluscos que se habían adherido,  por el paso del tiempo y por las ganas de adherirse que tienen siempre estos bichos, sobre el cristal y sobre su tapón de corcho y ante sus ojos apareció una lámina de papel que aparentaba ser el típico mensaje en una botella que algún romántico suele lanzar al mar antes de arrojarse a las vías del tren o pegarse un atracón de barbitúricos.
De nuevo sintió otro fuerte retortijón en sus intestinos. Aquello ya se estaba pasando de castaño oscuro. Mientras miraba el extraño objeto, que tenía entre sus manos, llegó a la conclusión de que había desayunado demasiados donuts recubiertos de chocolate. Su sufrida esposa se lo tenía dicho: ¡Cariño, no es normal que te desayunes todas las mañanas un paquete de seis donuts de chocolate! Pero él se los zampaba. Quizás por eso cada vez tenía más peso y cada vez los pedos eran más insoportables. La muerte instantánea de aquel cangrejo, sin duda, le había dado que pensar.
Una vez que Alfredo consiguió sacar aquella carta manuscrita de tan viajera botella, se percató de que estaba escrita en un idioma mucho más raro que el castellano. De nuevo sus intestinos se retorcieron aunque, en esta ocasión, sin emanar gases al exterior que afectaran a la fauna local y a la maltrecha capa de ozono. Alfredo miraba a la carta y la carta le miraba a él y, entre líneas, Alfredo, de reojo -como siempre solía hacer- observada los pezones erectos de una de las dos alemanas merkianas que, a pesar de estar un poco entrada en carnes, atraería, sin ninguna duda, a todo un batallón de infantería de marina en posición de firmes.
A pesar de la cuasi nula capacidad de improvisación de Alfredo -sus escasas virtudes eran otras-, este decidió pedir ayuda a la propietaria de aquellos hipnóticos a la par que generosos pezones. Pensó, dentro de lo poco que él podía cavilar, qué, probablemente, la oronda alemana sería capaz de leer aquella extraña misiva venida de quién sabe dónde.
Así que, ni corto ni perezoso, Alfredo se acercó, con la botella en una mano y el papel en la otra -y los intestinos en acción- a las dos nudistas alemanas que, vistas más de cerca, aún eran más parecidas a la impulsora de las políticas de austeridad en el sur de Europa. 
Era tal la notoriedad del requerimiento que les solicitaba Alfredo que no hizo falta articular palabra alguna, en idioma alguno, para que las turistas, cuando lo vieron acercarse, se lanzaran a tomar la carta, e intentaran, haciendo uso de su amplio bagaje cultural luterano, descifrar el mensaje que aquella expeditiva botella les intentaba ofrecer.
Las dos venus de Hamburgo, tras mirarse la una a la otra y la otra a la una y la una a la picha de Alfredo y la otra después, parecieron darse por vencidas en la traducción y enervadas en lo sexual. Y es que Alfredo todo lo que no había desarrollado en inteligencia lo había desarrollado en virilidad. 
Y en esas estaban cuando una de las dos alemanas -que dicho sea de paso estaban más coloradas que un salmonete- atinó a decir:
-Mai gustar macho torero espaniol -dijo una mientras le hacían los ojos chiribitas.
-Tú ser muy machoto y muy guapo, moreno -dijo la otra para no quedarse atrás.
Alfredo debió de sentirse tan emocionado por la situación que fue corriendo detrás de unos arbustos para aliviar sus sobrecargados intestinos.
Ni que decir tiene que aquel papel escrito en arameo fue su salvación. De Alfredo nunca más se supo. Hay quien dice que llamó al barbero del pueblo para decirle que estaba en Hamburgo y que para este mes no le guardara la vez. Que si eso, él ya le avisaría.

lunes, 22 de abril de 2013

La niña del aserradero


-¿Puedes parar el coche un momento, Artur? Este paraje es espectacular. 
Delante de nuestros ojos, en aquella carretera que se adentraba entre la campiña sueca que va desde Borlange en dirección a Oslo -la capital de la vecina Noruega- discurría, ante nosotros, un hermoso río en pleno proceso de deshielo, rodeado de enormes coníferas y salpicado por unas pequeñas y austeras casas de madera pintadas con el tradicional tono rojizo.
Artur y yo, una vez aparcado el vehículo de alquiler, nos acercamos por un camino que conducía hasta la orilla de aquel caudaloso río. Pronto llamó poderosamente nuestra atención una antigua edificación de madera a la que atravesaba por debajo un viejo canal parcialmente congelado. Sin duda, la abandonada instalación aparentaba ser un antiguo molino, o bien de fabricación de papel, o tal vez de moler grano, a la par que una vivienda.
-Parece un molino, Artur -comenté sin obtener respuesta.
Sin ser muy conscientes del motivo de aquella extraña atracción que nos cautivaba, decidimos, sin hablar, acercarnos hasta la abandonada instalación.
Yo me dirigí hasta lo que aparentaba ser la entrada principal, a la que se accedía por una especie de pasarela de madera que se encontraba en paupérrimas condiciones. Artur, cámara en mano, accedió por el lateral y rápidamente le escuché dar voces:
-¡No es un molino, Pepe, esto es un viejo aserradero!.
Mientras eso sucedía mi vista se dirigió hacía la puerta. Intentaba comprobar si esta se encontraba abierta. Al acercarme, me pareció observar sobre ella un dibujo infantil. Quitando con la mano una capa de polvo que lo recubría apareció ante mis ojos la imagen de una niña ataviada con un vestido largo de color marrón. La contemplación de ese dibujo me llenó de tensión. Decidí frotar el dibujo, por segunda vez, con un pañuelo de papel usado que llevaba en el bolsillo. Ahora la visión era más nítida y esa nitidez, en lugar de atenuar aquella extraña sensación que me inundaba; lo que provocó fue que se me pusieran los pelos como escarpias.
Al darme la vuelta, después de haberme quedado ensimismado por un rato contemplando aquel enigmático dibujo en el que la niña parecía extender su mano derecha, como queriendo agarrar algo, mientras lloraba, mi corazón casi sufre una parada cardíaca. Pegué un grito que asustó a Artur. 
-¿Qué pasa, Pepe? - me preguntó alterado desde dentro del aserradero.
-Aquí, detrás de mi, tengo a una mujer mirándome fijamente que me está asustando, ¡Cojones!. No la he escuchado llegar y me ha pegado un susto de muerte -exclamé, dando por sentado que esa mujer no podía entenderme.
La mujer en cuestión debía de tener cerca de los sesenta años, o quizás alguno más. Era rubia y, su piel, tan blanca como la misma nieve. Ojos azul cielo. La ropa negra de solemnidad. Me observaba, inmóvil, sin pestañear. 
- Hello -le dije haciendo alarde de la única palabra que uso del inglés.
- Hello -le dijo Artur, utilizando el saludo en uno de los seis idiomas que domina, mientras se acercaba veloz hacia donde yo me encontraba.
-Hello -respondió la señora, sin que su rostro evidenciara otra cosa que desaprobación ante nuestra inesperada presencia.
Pronto Artur, con la capacidad de la que siempre hace gala, entabló  conversación con aquella sigilosa mujer. Entretanto, yo aproveché para hacer cientos de fotos intentando con ello llevarme secuestrados en mi cámara fragmentos congelados de aquel incomparable santuario natural. Observé que sobre el tejado del viejo molino se encontraba un numeroso grupo de cuervos que emitían unos graznidos que servían de banda sonora a tan inesperado  y enigmático encuentro.
Artur seguía escuchando, muy interesado, el relato de aquella señora. A mí ya no me quedaba detalle de aquel paraje por fotografiar. La luz era maravillosa. El ambiente, pese a estar a mediados de abril, aún gélido. Los árboles verdes. El cielo azul. El agua del río bajaba oscura. Los cuervos negros, y aquella señora, extraña, muy extraña...
Me acerqué a ellos pero mi presencia no consiguió atenuar la intensidad y el espesor de aquella plática incomprensible a mis oídos.
Como sentí frío decidí subir el camino y esperar dentro del vehículo. Puse la radio. Sonaba el Gangnam Style y la apagué. Me entretuve viendo las fotos.
Al rato Artur regresó entusiasmado. Lo noté en su rostro.
-Pepe, menuda historia que me acaba de contar esa mujer sobre ese maldito aserradero. No te lo vas a creer -me comentó mientras retomábamos nuestro viaje hacia Vansbro.
-¿Qué es lo que no me voy a creer, Artur? -le pregunté con cierta curiosidad.
-El dueño de ese aserradero no regresó con vida de la Guerra Civil Española. Ni él ni varios jóvenes más, de ese pueblecito sueco que acabamos de dejar atrás, que se marcharon a luchar con las Brigadas Internacionales. Su joven esposa quedó viuda y su hijita huérfana. A los pocos años la desdichada mujer se casó con un hombre de un pueblo cercano, al que, al parecer, le gustaba demasiado la bebida. Trascurrido un tiempo, la niña apareció muerta cerca de la casa, en extrañas circunstancias, y tras el entierro encontraron al padrastro destrozado y medio comido por los cuervos en el mismo lugar en donde habían encontrado el cuerpo violentado de la pequeña. 
Desde ese día la viuda desapareció del pueblo y el aserradero quedó cerrado a cal y canto hasta ahora. Esa mujer con la que hablé, y que casi te mata de un susto, era la enfermera que la cuidó durante sus últimos años de vida en un hospital psiquiátrico de Estocolmo.
-Me dejas sin palabras, Artur. Es una historia tremenda. Difícil de creer y de contar.
-Seguro que ya estas pensando en escribir otro de tus relatos en los que siempre me metes por medio -me dijo sonriendo mi compañero polaco.
-Sí Artur, pero no sabría ni como contarlo. Por cierto: ¿Sabes que en la puerta principal del aserradero había dibujada una niña? -le expliqué.
-No me habías dicho nada -respondió Artur.
-Pues no porque cuando me dí la vuelta esa enfermera estaba detrás de mí y casi se me olvida cómo me llamo: ¿O no te acuerdas? -le pregunté.
-Tienes razón. ¿Sabes qué me dijo la enfermera? Que esta noche viaja a Estocolmo y mañana toma un vuelo con destino a España ¡Como tú, Pepe!, cuántas coincidencias...¿No te parece? -me explicó mi acompañante.
-Artur, si me pinchan ahora no sacarían ni una gota de sangre. Me estas dejando sin palabras.
Comimos en la carretera en un pequeño local parecido a una pizzería-kebab, en la que un joven refugiado iraquí nos hizo disfrutar de lo lindo. La visita de trabajo en Vansbro fue genial, la empresa en cuestión la dirigía un joven sueco de origen polaco, de no más de treinta años, y con un increíble parecido a David Beckham, aunque su novia, de veinticuatro años, era mucho más guapa y más simpática que Victoria. El regreso a Estocolmo se nos hizo eterno. Pese a la gran cantidad de señales de advertencia, no se nos atravesó ningún alce. Llegamos al hotel Connect Arlanda, muy cerquita del aeropuerto, y, tras registrarnos, decidimos bajar a tomar algo antes de irnos a la cama.
El menú de la cena no era muy extenso, tan solo podíamos elegir entre un sándwich de gambas cocidas, con huevo cocido, tomate, lechuga y mahonesa y un sándwich de gambas cocidas, con huevo cocido, tomate, lechuga y mahonesa. Así que Artur y yo, por primera vez, decidimos cenar lo mismo. Él tomó cerveza, y yo, por mi alergia, pedí sidra inglesa.
Estando en plena degustación de alta gastronomía sueca sentí como alguien me tocaba el hombro por detrás. Al girarme nuevamente mi corazón se revolvió en su caja y pegué un brinco de la silla que hasta Artur se asustó.
-¡Hostias Artur, la enfermera! -dije escupiendo gambas por doquier.
-Joder Pepe, que susto me has dado - exclamó Artur.
De nuevo los dos se pusieron a hablar en inglés, o en ruso, o en polaco, o en francés, o en cualquiera de los idiomas que Artur habla con soltura y que yo no entiendo ni papa. Cuando me harté de gambas insípidas, y terminé de beberme la sidra inglesa, decidí dejarles con su interesante charla haciéndome el sueco. Pensé qué, como estábamos en Suecia, aquello no tendría que estar mal visto.
-Good afternoon -me despedí de ellos, dándome cuenta, en ese momento, de que, en realidad, del inglés conocía y usaba otra palabra.
-Bye, y no sé qué más  -respondieron ellos.
Evidenciando, por los hechos anteriormente descritos, que domino, con mucho orgullo, tres palabras en inglés, me fui a la piltra.
A la mañana siguiente Artur tocó a mi puerta.
-Toc, toc, toc. ¿Bajamos a desayunar, Pepe? -me preguntó desde el otro lado de la puerta.
-Dame un minuto que me has pillado en pelotas -le respondí mientras me vestía a la carrera.
Cuando abrí la puerta, intuí que Artur estaba loco por contarme algo. 
-No he podido dormir en toda la noche, Pepe. Esa mujer me acabó de contar toda la historia de esa mierda de aserradero con pelos y señales. Acabamos nuestra conversación a eso de la una y media de la madrugada -me explicó el polaco.
-¿Y qué más te contó esa mujer? -le pregunté interesado.
-La enfermera me contó que la viuda se pasó los últimos años de su vida dibujando a una niña una y otra vez -me explicó Artur.
Rápidamente busqué en mi bolsa, saqué mi cámara, revisé en mis archivos, encontré la fotografía y se la mostré a Artur. 
-¿Una niña como esta? -le dije a mi compañero.
-Podría ser esa. ¿Dónde tomaste esa foto? -me preguntó.
-Ya te conté, Artur. Este es el dibujo que había en la puerta del aserradero -le expliqué mientras no despegaba su mirada de la cámara.
-Semanas antes de su muerte, la viuda le pidió a la enfermera que fuera hasta ese viejo molino aserradero para depositar en su interior unas flores  junto a uno de esos cientos o miles de dibujos de niña que había realizado en los últimos años.
La enfermera hizo lo que la señora le pidió y llegó hasta esa pequeña aldea sueca semidesierta de nombre impronunciable. Al llegar al pueblo le contaron que el aserradero estaba maldito. Según la vecina, muchos hombres, en las últimas décadas, habían aparecido ahogados en el canal que accede a su interior. Siempre hombres. Nunca encontraron muerta a ninguna mujer, o a un niño, siempre varones adultos. Aquel aserradero atraía, una y otra vez, cadáveres de hombres, como un panal atrae a las abejas, sin que nadie pudiera ofrecer ninguna explicación mínimamente coherente sobre esos hechos.
Pese a los consejos en contra de la señora del pueblo, la enfermera no se amedrentó y fue hasta el aserradero. Encontró en la puerta el dibujo que tú me acabas de mostrar en tu cámara, Pepe. Al abrir la puerta, cientos de cuervos negros emprendieron el vuelo en el interior de aquella dependencia y comenzaron a salir por la puerta, que ella misma acababa de abrir, por lo que tuvo que apartarse para no perder el equilibrio y caer al suelo. Lo que vio después, es algo que no tiene ninguna explicación lógica. En la parte interior del canal habían restos de varios cadáveres de varones, los cuales, estaban siendo devorados por los cuervos. Mas sin embargo, cuando pudo apartar la mirada de aquel amasijo de carne y huesos mojados y putrefactos, se quedó estupefacta al contemplar cientos de dibujos, como los que la viuda pintaba a diario en el psiquiátrico, clavados con chinchetas sobre aquellas antiguas paredes de madera.
Es más, Pepe: cuando la enfermera se repuso, salió despavorida de allí en dirección a la pequeña aldea. Acudió a la casa de la señora que le había desaconsejado acercarse hasta esa maldita edificación y le contó todo lo sucedido. Esta llamó a varias casas vecinas y rápidamente acudieron hasta allí varios hombres y mujeres con la intención de ir hasta el aserradero mientras llegaban las autoridades.
Cuando todo el grupo llegó al aserradero allí no había absolutamente nada de lo que describió la enfermera, tan sólo un enorme alce hinchado y pestilente que debía de llevar al menos un par de semanas muerto, ante cuya visión, la pobre mujer, cayó al suelo desmayada.
Me contó que, tras lo ocurrido, había decidido tomarse unas vacaciones en la costa alicantina. Se alojaba en la habitación doscientos dos. Lo recuerdo porque la mía era la trescientos dos y los dos subimos en el ascensor y nos reímos por esa coincidencia -me contó Artur.
-¿Sabes que te digo, amigo? Que estoy harto de tanta coincidencia -le repliqué.
-Es todo tan extraño, Pepe -me comentó mi compañero.
-Por cierto, debías haberle dicho a la enfermera que podíamos ir juntos al aeropuerto, seguro que vamos en el mismo vuelo -le dije a Artur.
-Tal vez esté aún en su habitación. Voy a llamar a su cuarto y así os vais juntos. Yo no salgo para Varsovia hasta más tarde -comentó el polaco.
Artur se fue hacia la recepción e hizo uso del teléfono que allí tenían para llamar a la habitación doscientos dos. Llamó y llamó varias veces, pero nada. Lo ví acercarse a la recepcionista y hablar algo en uno de los seis idiomas que domina con soltura. La chica pareció buscar en la pantalla del ordenador. Buscaba algo pero parecía no encontrar nada. Luego la chica llamó por teléfono. Vi a Artur llevarse las manos a la cabeza y venir hacia mí como si le hubieran dado la peor noticia de su vida. Pero no. Nada de eso. 
-¡No te la vas a creer, Pepe! -me dijo Artur visiblemente afectado.
-A estas alturas de la película, yo ya me creo cualquier cosa -le aclaré.
-Dice la recepcionista que en la habitación doscientos dos no se ha alojado nadie esta noche. Le he pedido que lo comprobara. Le he pedido que llamara a su compañera del turno de noche por si, por una u otra razón, no hubiesen registrado debidamente a la señora. Tampoco. Es más, me ha dicho que la habitación está en obras ya que se rajó la bañera y la están cambiando. ¿Qué me dices, Pepe? ¿Tienes o no tienes historia para tu relato sueco?


domingo, 14 de abril de 2013

La invención del microrelato


Cuatro menos cuarto de la tarde. España dormita, en este domingo caluroso de abril, para olvidarse de los bancos y de los políticos, aunque yo no consigo conciliar el sueño y decido contar elefantes. Cuanto uno, cuento dos, cuento tres y trescientos treinta y tres, pero, sin embargo, no es hasta el trescientos treinta y cuatro cuando me doy cuenta que no tengo sueño. Me pongo a escuchar el ruido de mis tripas que intentan digerir la tortilla de patatas, el bistec de cerdo, la ensalada de pimientos con berenjenas, la sidra, el cortado y las dos galletas de chocolate que me he zampado hace un rato. Los ruidos, tal vez por el eterno silencio de mi casa, se escuchan como ruidos sospechosos y antediluvianos. 
Voy al váter. Cago con la rapidez y alegría que caracterizan a mi adorado colon irritable. Me pongo a escribir este relato. Me sigo oyendo las tripas. España sigue durmiendo. El viento golpea con delicadeza en mi persiana y mece a mi pequeña encina. Miro en La Verdad digital y veo que el Real Murcia a empatado a uno con el Villareal. Me pego un pedo. Mis tripas responden rugiendo. La televisión se escucha de fondo. El perro del vecino ladra. Le responde el perro de enfrente. Ladran los tres perros de la casa de la encina que es mamá de la mía. Ladran todos los perros de la urbanización. Se forma un concierto improvisado de perros burgueses que comen croquetas liofilizadas a tutiplén y van a la peluquería canina una vez al trimestre.
Mi estómago ruge. Los perros burgueses ladran. España dormita. A mi me da sueño. No puedo seguir escribiendo. Otro pedo anuncia el punto y final. Así se inventó el microrelato.

jueves, 11 de abril de 2013

Jeroen Dijsselbloem


No se vayan a pensar, mis queridos lectores, que yo no he experimentado la misma dificultad para leer y, sobre todo, para pronunciar el nombre de este intrépido y entusiasta holandés, que, para más inri, es el presidente del Eurogrupo y ministro de finanzas de su país, que todos ustedes.
Pero si difícil ha sido pronunciar su nombre no menos complicado me ha resultado, en esta apacible mañana de abril, entender el mensaje "positivo" y motivador que este señor ha pronunciado sobre el futuro de la economía española.
El gachó ha dicho: "No me sorprendería si España sorprendiera a todos mostrando una recuperación económica muy fuerte" y transformara al país en uno de los "motores económicos" de la zona euro.
He mirado mi vaso de café con leche por si era un gin tonic. Me he pellizcado la cara. Me he rascado un huevo. Me he comido otro pastelillo, y dos galletas, y una magdalena, y otro vaso de zumo de naranja "sin naranja", y después de todo eso, que casi reviento, me he dado cuenta de que estaba despierto y no soñando empalmado en la cama.
Después no he podido dejar de mirar la fotografía de este hombre que aparecía en la prensa digital intentando escrutar en su rostro cualquier pista, por mínima que fuera, para poder llegar a valorar el nivel de credibilidad que le tengo que conceder a las dulces y alentadoras palabras de este gurú de las finanzas, de los tulipanes, del queso de bola y del "fresh banking".
He mirado al tipo un buen rato: su carita de niño bien, sus gafas modernas pero correctas, su pelo rizado y medio canoso, su traje gris marengo, su camisita blanca impoluta y su corbata negra. Joder -he dicho para mis adentros, aparentemente, este tío no tiene pinta de alcohólico y mucho menos de drogadicto, así que no he podido dejar de preguntarme: ¿A ver si este tío se ha enamorado de una andaluza -como mandan los cánones- en Torremolinos y se la quiere ganar a base de airear buenas expectativas para que la chica se motive y este verano se lo ponga fácil y le baile una rumba?
No sé si habré hecho bien o no, creo que no, pero después de haber leído y releído la noticia, mirado y remirado la cara del holandés, he mirado fijamente otra fotografía que había en la misma página, en la que aparecía nuestro adorado presidente Mariano Rajahoy, e ipso facto, todo el optimismo, que este galán de los Países Bajos me había insuflado en las venas, se me ha desvanecido por completo. 
Saben lo que les digo: esta va a ser la última vez que antes de irme al trabajo repaso las noticias del papel salmón. ¿Qué necesidad tenía yo está mañana de irme a trabajar de mala hostia? 
De todas formas señor Dijsselbloem, le diré una cosa: ¡Ojalá y le creciera la boca un palmo!. ¿Cómo se traducirá eso al holandés?...

martes, 9 de abril de 2013

Una mañana de abril


Os juró que hoy me desperté con el pleno convencimiento de que era sábado, pero, después, mientras meaba, me he dado cuenta de mi error: ¡Es miércoles!. Concibo el desconcierto como un simple error de cálculo. Lo reconozco: los números nunca han sido mi fuerte. Me lo perdono. Tras abrir el gran ventanal que me separa del patio comienzo a prepararme el desayuno. Entre sorbo y sorbo de café con leche miro a través de los cristales el ir y venir de una lavandera blanca detrás de algún insecto y el volar raso de un mirlo demasiado bullicioso para esta hora. Demasiado temprano para ti -pensará él.
Mis caléndulas, unas amarillas y otras naranjas, se están estropeando por momentos, como si no les hubiese sentado bien el cambio de estación, como a mi me sucede con la caspa.
Después de desayunar he decidido franquear la cristalera que me separa del patio. He accedido a él con orgullo, a pesar de que debo una fortuna de cada metro que piso -he obviado este tema- y lo he disfrutado como si realmente fuese mio y no del banco, espantando con altanería a la lavandera blanca y al mirlo escandaloso que me despierta cada mañana desde hace algún tiempo haciendo las veces del cuco de un reloj de pared.
Ya en el patio, me he dejado inundar por el perfume dulzón del azahar y mis pasos me han llevado junto al minúsculo vivero que improvisé con cuatro botellas de leche cortadas por la mitad y ocho bellotas de la encina de mi vecino de la esquina.
Para mi sorpresa y satisfacción compruebo que he conseguido ser el papá de una maravillosa encina bonsai que a duras penas supera los dos centímetros de altura. Como soy malo con los números no se qué porcentaje de éxito, o de fracaso, habré logrado en este forestal experimento. La miro y la remiro con la esperanza de verla crecer y que se haga tan grande como la que hace veinte años planté en la casa de mi hermana. 
Necesito, al menos, veinte años más. Veinte años con fuerza, equilibrio y  creatividad. Necesito ver crecer a este bebé de encina. Mientras regreso sobre mis pasos -a mi casa del banco- siento envidia de las encinas. Son maravillosas. Antes de irme a trabajar esta mañana les recomendaría que, cuando tengan ocasión, se abracen por un rato a una de ellas mirando hacia su copa y observen detenidamente como se mueven las nubes a través de sus ramas.
Esto es lo que he sentido en esta luminosa mañana de abril. Aunque no fuese sábado.

sábado, 6 de abril de 2013

El lápiz


Juguemos a pensar en un lápiz. Cada quien con el modelo que su mente le traiga a la memoria. ¿Lo hemos pensado ya? Bien, pues entonces prosigamos... 
A mí siempre me llamaron la atención los lápices de carpintero. Ovalados y planos. Desafiando a la fuerza de la gravedad sobre la oreja de su propietario. También los de dibujo del colegio, los típicos Faber Castell del número 2, con los que yo apenas si hacía cuatro garabatos horribles y mi compañero de pupitre dibujaba maravillas. Una vez le pedí que me dibujara a mi tortuga "Tomasa" -antes de que la llevara a que le operaran un tumor que le salió en su oído, a la Facultad de Veterinaria, y nunca más regresara a casa- Abellán la pintó tan perfecta, sobre una cartulina blanca, que parecía que, en cualquier momento, iba a salir del papel y resucitar.
Otros lápices, que guardo de manera fidedigna en la memoria, eran los que llevaban los árbitros de fútbol. En realidad eran medios lápices; como si fueran colillas de lápiz, adaptados a las dimensiones del bolsillo de la camisa o del pantaloncito del señor de negro. 
Del mismo modo, me han venido a la memoria, a modo de flash, los lápices de colores de mi cuñado Juan  -que dicho sea de paso es todo un señor-. Con ellos, cada día, anota metódicamente sobre un post-it todos sus quehaceres, en una clave de color que él sólo entiende, utilizando, para ello, una letra diminuta a la par que elegante. 
Podría seguir enumerando lápices, aunque me ha quedado claro en estos párrafos anteriores, que los lápices, pese ha ser objetos inanimados, son protagonistas de muchas y maravillosas historias.
La última, y a la postre, la que me ha motivado a escribir este artículo, se ha producido esta semana en Zigoitia (Álava) donde se han exhumado, en una fosa común de la guerra civil, los restos, de al menos, diez combatientes comunistas del batallón Perezagua.
El prestigioso forense D. Francisco Etxebarría, entre otras cosas, ha comentado: "los cuerpos, que fueron enterrados vestidos, aún conservaban algunas pertenencias personales como botones, monedas, mecheros y un lápiz". 
Destacaba Etxebarría que, en otras muchas exhumaciones llevadas a cabo en nuestro país, es muy frecuente encontrar lápices con los que, habitualmente, escribían cartas a sus enamoradas, a sus familias o a otros compañeros encarcelados.
Esos lápices -reflexionaba ante la prensa el forense- parecen suplicarnos que escribamos y recuperemos la memoria de los miles y miles de jóvenes que murieron por defender la libertad y la democracia ante el avance inexorable de los militares golpistas apoyados por los fascistas italianos y los nazis alemanes.
Vaya desde aquí mi modesto homenaje a todos aquellos que fueron asesinados, en nombre de Dios, en aquella guerra fratricida y cruel, pero que nunca quisieron ni debieron dejar de escribir.
En realidad estas letras son suyas, ellos pusieron el lápiz y yo les  presté mis manos.