domingo, 16 de febrero de 2014

La maniquí de los Sapos


Ser una maniquí sin brazos, aunque se tengan buenos senos, no es suficiente para asegurarse una plaza de por vida en ningún escaparate de Fábricas de Francia. Y eso es lo que me paso a mí. Bueno, en realidad, a mi me fabricaron con brazos. Unos brazos por cierto, que serían hoy en día la envidia de cualquier modelo anoréxica. Largos y delgados, con unas manos también muy alargadas, con dedos de pianista, a los que mi amiga Coral, cuando estaba aburrida, le daba por cambiar los colores de mis uñas.
Aunque yo creo que muy aburrida no estaba. Lo que ocurría es que, cuando el señor Venancio, nieto de españoles, le decía a Coral: esta tarde, al cerrar, te quedas a cambiar el esmalte de las uñas de las maniquís-, ella ya sabía a lo que se refería.
Las manicuras duraban, básicamente, lo que tardaba toda la tienda en despejarse de empleados, y lo que tardaba Paco el vigilante en cenar, para lo que el señor Venancio le invitaba a marcharse al restaurante de enfrente, alegando que no se preocupara, que mientras Coral arreglaba las uñas, él se quedaría vigilando. Más o menos con esta artimaña, conseguían media hora, que casi siempre, y debido a los problemas de eyaculación precoz del encargado, les daba tiempo de sobra.  Pobrecita mi Coral. ¡Que mal cogía el gachupin!
Coral, casi semanalmente hacia esta obra de caridad, dependiendo de las actividades sociales de la señora del señor Venancio, por ello cobraba un pequeño sobresueldo de quinientos pesos.
Me tenía muy mimada esta Coral, mal acostumbrada, diría yo.
La mejor esquina de la tienda era para mí. Los mejores trajes eran para mí. Los mejores zapatos eran siempre para mí. Los bolsos más actuales también me los colocaba Coral a mí. Lo que hacía que me sintiera una privilegiada entre toda la legión de maniquís que allí estábamos expuestas.
Incluso, por aquella época, trabajé en la sección de lencería, luciendo unos modelazos que eran la envidia de la mayoría de las clientas. Algunos maridos eran regañados por mirarme de forma descarada, ¡como si yo fuese una modelo viviente! En ocasiones, algún madrazo vi darle a algún babeante marido que, al lado de una muy lustrosa señora, se quedaba boquiabierto repasando mi artificial y plastificada anatomía. Pienso que las señoras se imaginaban en la mente de sus calenturientos maridos la imagen de alguna jovencita consentida por sus esposos, y el cachetazo se lo llevaban, por si sí o por si no.
Recuerdo que en los probadores de señoras, tuvieron en su día que colocar un vigilante, por que le dio por entrar a ellos a un chavo, vestido de vieja, que luego se dedicaba ha hacer agujeros en las paredes de los probadores con un berbiquí. Una vez que el tipo se sentía ya bien chaqueteado, colocaba un chicle, se volvía a vestir de vieja y se marchaba.
Todo esto le fue muy bien, y el tipo acudía a diario a los probadores. Pero ocurrió un día que debió de disfrutar tanto que no se acordó de volver a disfrazarse, y salio vestido de puro machote, al tiempo que las dos encargadas estaban en la mera puerta de la sección. No pudo escapar y se lo llevaron preso pero muy satisfecho.

Otra de las cosas que recuerdo, con cierta pena, eran aquellas señoras que acudían a Fábricas de Francia a apropiarse de lo ajeno. Y no vayan a pensar que todas lo hacían por necesidad, ni mucho menos. Las había que lo hacían por puro vicio. Sobre todo una rellenita culona, lo hacía por puro placer. Era la esposa de un conocido doctor de Puebla. Cuando llegaba a los almacenes, antes de nada, observaba detenidamente a los vigilantes, porque había un turno en los que los dos vigilantes de la segunda planta, le llevaban de cabeza. Una vez se percataba de que, efectivamente, se trataba de sus preferidos los de esa guardia, se dirigía a la sección en cuestión y descaradamente se metía algo en el bolso. Claro está, al instante, era requerida por estos para que les acompañara a un cuarto en el cual era debidamente cacheada y revisada. La señora siempre hacia el mismo teatro…
¡Por Dios y por lo que más quieran! ¡Haré lo que ustedes me pidan pero que no se entere mi marido de nada de esto que me mataría! ¿Saben ustedes? ¡Estoy dispuesta a todo lo que ustedes deseen de mí! Todo este teatro termino convirtiéndose en una rutina, y a la segunda ocasión se abreviaba mucho la interpretación y se implementaba mucho más la parte de la acción.
A la media hora, solían salir del cuarto los tres la mar de sudorosos, regañando a la señora… ¡Y no lo vuelva usted a hacer!

Mi final en la alta costura vino dado simplemente por un cambio de quitaesmalte. Sí, sí, aunque pueda resultar patético así fue. Mi querida Coral habiéndose acabado el quitaesmalte que utilizaba habitualmente cada vez que le tocaba coger con el señor Venancio, recibió otro de otra marca, que al depositarlo sobre el algodón y frotarlo contra mis plásticas uñas, hizo que mis dedos se deshiciesen en los suyos. Ese fue el comienzo de mi trágico destierro.

Sólo recuerdo, después de aquel soponcio, que me vi desnuda y bocabajo metida en un contenedor, rodeada de cajas vacías de Fábricas de Francia y, lo peor de todo, los brazos se desgarraron de mi cuerpo y yacían en el fondo del basurero. Allí pase varias horas hasta que note como alguien tiraba de mis esculturales piernas y me sacaba de tan incómoda postura. Me puso de pie frente a él y la verdad, era todo lo contrario de lo que cualquier maniquí consideraría como su superhéroe. Era un tipo más bajito que Joselito, regordete y con unos bigototes grasientos y sucios, como si se acabara de tragar tres cemitas de pata. Pero lo peor  vino cuando me abrazo contra él y me beso en la boca. Esto me trastorno y me hizo creer las historias que contaban las otras maniquís del almacén, que decían que había señores que cogían con muñecas, y que yo nunca me había terminado de creer. Desesperada, pensé que había llegado el momento de tener mi primera experiencia sexual, por lo que rogué a Dios para que al menos tardase lo mismo en venirse que el señor Venancio.

Pero, afortunadamente para mí, todo quedo en un tierno y cariñoso arrebato. Después me colocó de pie, en su bicicarro,  mirando hacia delante, y comenzó a pedalear rumbo al centro de la ciudad. Yo iba prácticamente a su lado y la gente nos miraba, como asombrados por la singular imagen que deberíamos ir dando. Al pasar por al lado de dos chavos que deberían ir bien pedos, estos gritaron… ¡Vivan los novios!

Saliendo de la zona centro llegamos a una zona de chavolas y, en una calle sin asfaltar y medio a oscuras, paró su bicicarro y me metió en su jacalito. Después de beberse una botella de cerveza Modelo rellena de mescal barato, le escuche decir algo así como: ¡ya tenia yo ganas de acostarme con una guera como esta buey!...Me agarró, me metió en una sucia y mugrienta cama, y me besó los pechos en no sé cuántas ocasiones porque perdí la cuenta. Tras los besos, me puso un muslo por encima y comenzó a culear hasta que llegado un momento se paró y se durmió. Pude intuir que aquello había sido mi primera experiencia sexual y me hizo sentir bien, ya que, según había podido oír en numerosas ocasiones a muchas chavas en la tienda, más o menos, todas platicaban haber sentido lo mismo que yo, o sea nada.

Por la mañana, de nuevo, me montó en el carro y comenzó a pedalear con rumbo desconocido. Pasamos por el zócalo y pude sentir el frescor que desprendían sus enormes y viejos magnolios, el fuerte olor del aceite requemado de la clásica churrería, y pude contemplar como nos miraban con asombro los boleros y, algunos de ellos, nos saludaban agitando sus embetunados trapos al aire.
Mi destino final no era otro que la Plaza de los Sapos, en la que, todos los fines de semana, se agrupan decenas de puestos de antiguallas y cachivaches de todo tipo. Al llegar mi violador me agarró y me puso bajo su brazo, como un estudiante que portara sus libros. Esto me incomodo enormemente, por lo que al fin entendí que este hombre no se había enamorado de mí; tan sólo me había utilizado. Para que no me quedara la más mínima duda, al llegar a un puesto en el que un señor, todavía más feo que mi forzador, ordenaba unos cacharros, se detuvo y le dijo: ¿Cuánto me darías por esta guera?: ¡No más de cincuenta pesos, mano!... ¡Ni brazos trae, buey!  le respondió el anticuario. ¡No se hable más, pues!... ¡Trato hecho, patrón!

Así fue como pasé del negocio de la alta costura, a la bajeza de hallarme desnuda y tirada en una bañara desconchada en plena calle. Siempre se ha dicho: la vida puede dar muchas vueltas.

Nota del autor: Este relato pertenece a mi primer libro de relatos titulado: Vidas Ordinarias. 
El libro está ambientado, y escrito casi en su totalidad, durante mis continuos viajes de trabajo a México. (1.999-2013)

6 comentarios:

  1. Aaaah! así que viajas de España a México, mi amado país. Pues utilizas bastante bien los modismos coloquiales que se hablan entre señores, por decirles de algún modo a eso hombres vulgares,jajaja.
    Me gustó mucho tu relato, los maniquies siempre tienen algo de fascinante.
    Espero hagamos buenas migas, pues tienes un buen estilo de narrar.
    Nos leemos.
    Por cierto, gracias por hacerme notar el error en mi último post.

    Hasta pronto.

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    1. Gracias Beatriz, sé que no está a la altura de como lo escribiría un auténtico mexicano, pero intenté darle un toque más auténtico desde mi escaso conocimiento y siempre desde el respeto. Un abrazo y los mismo digo.

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  2. Desde hace algún tiempo vivo sin pensar mucho en el futuro, vivo solo el presente. Tu relato reafirma mi postura, la vida da muchas vueltas, disfrutemos el hoy que el mañana puede ser desolador y tristísimo. (Me ha dado mucha pena la pobre maniqui).
    Un abrazo.


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    1. Sí Conchy, estoy contigo, quien sabe disfrutar del presente, sabe disfrutar de la vida. A mí también me daba mucha pena esa maniquí cada vez que iba al Mercado de Los Sapos en Puebla (México) por eso le dediqué este relato. Un abrazo.

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  3. kathya
    todos en algún momento dejamos ver la desnudez unos del cuerpo otros del alma pero desnudez al fin y al cabo.

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