miércoles, 8 de octubre de 2014

Heráclito y mis nudos enfermizos


No es fácil, ni recomendable para la salud de nadie, estar continuamente desatando nudos. De hecho odio a los nudos en todas sus formas y con todas mis fuerzas. En mi infancia no me hice Boys Scouts porque un vecino mio, que lo era, se pasaba el día practicando con cuerdas los distintos tipos de nudos que le obligaban a hacer, según alardeaba él, hasta con los ojos cerrados.
Lo mio no eran, ni son, los nudos. Sin embargo, pese a este público lamento que profiero hoy a los cuatro vientos, debo de reconocer que los nudos me persiguen allí adonde voy.
Por mi simpleza, como su propio nombre indica, sólo domino el nudo simple. El corredizo, el barrilito, el ocho, y, mucho menos, el nudo de horca, no tengo ni idea de como hacerlos, ni deshacerlos. 
Mi escasa elegancia en el vestir tiene mucho que ver con mi incapacidad para hacerme el nudo de la corbata, por tal motivo, y, también, por el hecho de tener el cuello demasiado grueso, cuando acudo a reuniones de alto nivel todo el mundo me mira extrañado al comprobar que no luzco tan imprescindible y formal complemento masculino. 
De joven, cuando aún vivía en casa de mis padres, mi padre, y en ocasiones mi hermana mayor, me ayudaban en la ardua tarea de anudarme la corbata. De hecho, durante todo el servicio militar llevé en la corbata de mi traje de paseo el nudo que me hizo mi padre el primer día, así que imagínense ustedes el aspecto de dicho nudo dieciséis meses después de la jura de bandera. Una vez finiquitado mi compromiso con la milicia, cada vez que tengo que vestir bien, sólo de pensar en la corbata, se me hace un nudo en la garganta. 
El lazo de las cordoneras era el único nudo que no se me daba tan mal. Tal vez por el hecho de que siempre albergué la esperanza de llegar a ser un futbolista de élite y, como Leo Messi, salir de pobre. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, cuando avanzaba hacia la portería contraria, con la ventaja que mis prodigiosas piernas me proporcionaban, se me hacía tal nudo en la mente que, al final, la oportunidad se desvanecía, como la ilusión de la mayoría de la gente tras el sorteo de la Lotería de Navidad.
Por mucho que lo pienso, no sé realmente el motivo, los nudos, en todos sus formatos, se empeñan en perseguirme, poniendo a prueba, sin contemplaciones, por sorpresa, o con premeditación y alevosía, mi paciencia.
Últimamente, los formatos y los aspectos de los nudos que me acechan están cambiando. Los más complicados me llegan como si fuesen sopas de letras, sin caldo, ni menudillos, ni nada. Sopas de letras en seco que me llegan por teléfono, o por correo electrónico, o por wasap, o por Facebook, para poner aprueba mi capacidad resolutiva en desanudados metafísicos en tiempo récord.
Todo ello me ha llevado, irremediablemente, a arrojarme a los brazos de los filósofos griegos en busca de respuestas. A enredarme en nudos filosóficos aristotélicos, socráticos o platónicos. Ahora, para más inri, ando enzarzado en los nudos marineros del Barco de Teseo. Al parecer, al regresar de Creta a Atenas todas sus tablas se habían cambiado y Heráclito planteó la pregunta que nos ha llegado hasta nuestros días: ¿Si al Barco de Teseo se le cambiaron todas sus tablas, seguía siendo el mismo barco? Y yo, que llevo varios días intentando desatar el nudo de la Paradoja de Teseo, no puedo parar de pensar en los nudos de ese mítico barco. ¿Cambiaron también los nudos de las maromas de ese barco? ¿O esas dichosas cuerdas no las llegaron a cambiar?. 
¿Ven cómo los nudos siempre me acaban liando?

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