viernes, 28 de noviembre de 2014

Las hormigas no leen


Me siento fracasar en el intento de crear una trinchera en defensa de los libros. Una fatua contra la resignación. Un movimiento social de letras convertidas en balas, o en misiles, o en caricias. La batalla contra la incultura se libra puerta a puerta, cuerpo a cuerpo, con libros de tapa dura arrojados como bombas de mano frente a lo absurdo, y con un IVA por las nubes.
La cultura está perdiendo la batalla. Como medida a la desesperada sueño con bombardear las ciudades con libros, pero, al despertarme, siento serías dudas sobre su eficacia. Se requieren fundamentalistas para formar un frente común contra el tonto de baba con traje y corbata, con coche de alta gama, con zapatillas de running, con aspiraciones inconfesables, con conocidos en el poder, con intolerancia al papel impreso, con miopía frente al dolor ajeno, con sordera frente a las demandas de justicia de los pobres del barrio de al lado.
La sociedad de la incultura huele a podrido. Todo les caduca adentro, nada renuevan, y ni abren las ventanas para que entre aire fresco. Huelen a humedad y a rancio camuflado con pachulí. Crecen las tiendas de imitación tanto como huimos de lo auténtico. Se impone lo prefabricado, lo precocinado, lo desechable, lo predecible. Somos una fotocopia emborronada de lo que podíamos haber sido. Un recuerdo nostálgico y vacuo de lo que nuestros abuelos y nuestros padres aspiraban para nosotros.
No leo, pero exhibo la foto de la hamburguesa de carne falsa que me zampo en las redes sociales. No leo, pero me fotografío bebiendo cervezas y exhibiendo en Facebook una mueca prefabricada de felicidad. Adopto el rol que toca con tanta facilidad como abandono el anterior. No leo, pero consumo lo que hay que consumir, me peino como debo peinarme, viajo adonde hay que viajar, y voto al que, supuestamente, protege mi status quo de cartón piedra. 
Y, sin darnos cuenta, han logrado transformarnos en hormiguitas obedientes, sumisas, resignadas, ciegas, insensibles, pero que actuamos obedientemente ante los dictados de la hormiga reina llamada consumo.
Las hormigas no necesitan leer. La pena es que la mayoría de nosotros, salvo honrosas excepciones, tampoco.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Quince minutos



Sólo tengo quince minutos. No recuerdo qué acontecimientos de la historia se han desencadenado en quince minutos. Sé que muchos de ellos se han desarrollado incluso en menos. No sé si es mucho o es poco, la verdad, y menos aún recién levantado, pero es el tiempo del que dispongo en este preciso y precioso momento. ¿Qué hacer, entonces, con estos maravillosos y únicos quince minutos? 
Veamos:

Opción A:
Tumbarme a ver el noticiero en televisión. Me deprime. No.
Opción B:
Hacerme dos huevos con panceta de cerdo. Engorda y ya estoy bastante gordo. No.
Opción C:
Hacer quince minutos de pilates casero. No me convencen ni Poncio ni Pilates.
Opción D: 
Seguir leyendo un rato más el libro de Villoro. Mejor esta tarde con más calma.
Opción E:
Subir a la montaña que hay frente a mi casa. Está muy empinado y, cuando lo hago, se me pone el corazón a cien. Negativo.
Opción F:
Escuchar música de Juan Luis Guerra en YouTube. No tengo ánimos.
Opción G:
Recortar papelitos, y el careto de un político corrupto, y hacer un collage con mensaje reivindicativo. No tengo claro que sirva para mucho. Lo descarto.
Opción H:
Aprovechando el rocío de la mañana salir a coger caracoles. Pienso en el lío que supone luego ponerlos en harina y después limpiarlos. Tampoco.
Opción I:
Darme una superducha y ponerme crema bajo la ducha de Tahe. Voy al baño y veo que no me queda crema bajo la ducha. En casa de herrero...Imposible.
Opción J:
Mirar mi lista de Wasap. Abrir Facebook. Ojear mi correo electrónico. Rutina. No.
Opción K:
Preparar algo de comida para llevarme al trabajo. Mejor compro algo.

Mientras les escribía todo esto se me han esfumado los quince minutos.
Ya me tengo que marchar. 
Lo siento.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Tópicos


Ya quisieran los ratones comer queso. Nunca vi un ratón comprando queso en un supermercado. Ni veo bolas de queso por la calle destinadas a la alimentación de la prolífica población de roedores que habitan en las entrañas de nuestras ciudades.  
Los tópicos son capaces de hacernos creer algo absurdo. Los ratones no comen queso, del mismo modo que los pobres no comen caviar ruso ni beben champán francés.
Los tópicos se convierten en armas arrojadizas, en prejuicios, y en alimento barato para mentes vacías.
De hecho, los tópicos engordan por su propio uso. Cuanto más se utilizan más crédito se les concede y más se difunden.
Los tópicos son construidos como filtros ideológicos desde los que mirar algo para que tenga un determinado color. Condicionan de manera interesada a un grupo de personas, a un pueblo, a una nación, a un sexo, y ninguno de esos tópicos es desinteresado. 
Los tópicos nacen por una razón de ser, aunque no tengan ninguna razón.
Nada es uniforme. Nada es lo que parece. Como ninguno de nosotros somos igual a otro. Generalizar es un defecto, y un error, en el que caemos con demasiada frecuencia.
Por una simple cuestión de respeto no me gusta usarlos.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Isabel I de España y Alcantarilla


En honor al Rey Alfonso X El Sabio, cuando nos referimos en abreviatura al miércoles en determinados calendarios y documentos ponemos X. Lo dice la revista QUO que lee Isabel con sumo interés para sorprenderse ante los avances de la ciencia o los descubrimientos más absurdos. Lo extraordinario y lo absurdo se dan la mano en ciertas revistas, en bastantes libros, pero, sobre todo, en la vida cotidiana.
Tan extraordinario como absurdo es decir, como digo con cierta frecuencia, que el Rey Alfonso X El Sabio fue mi vecino, como si yo hubiese vivido hace mil años, cosa poco probable, a no ser que yo fuese Matusalén, o la teoría de la reencarnación fuera cierta y yo, por aquel entonces, hubiera sido un escribano de la corte, o quién sabe si hasta pude haber sido el mismísimo caballo de tan ilustrado monarca.
Vivir a escasos kilómetros del Castillo de Monteagudo confiere cierta responsabilidad histórica. Las historias que rebosan sus malogradas almenas y murallas aportarían hoy en día mucha luz a ciertos políticos monoteístas y desintegradores. El rey, al que ahora en este preciso instante en el que les escribo desde una cafetería del Aeropuerto de Dublín, recuerdo perfectamente, era un hombre tan cercano como inteligente. De hecho, fue el primer rey que, aparte de cortar cabezas escribía libros, por lo que se demuestra que, cuando la tinta escasea, se puede escribir con sangre.
Recuerdo cosas. Yo no fui su caballo. Ahora lo percibo con más nitidez conectándome a mi pasado a través del humo de un café con leche que me está destrozando los intestinos. 
Lo veo, fui su escribano. Yo era un árabe renegado que había servido con anterioridad al mismísimo Rey Lobo, un rey que reinaba para pegarse la vida padre, tener muchas mujeres, beber como un cosaco, y cazar osos con los que luego se confeccionaba alfombras de lo más frikis.
Cambiar de señor es como cambiar de chaqueta. A mí no me afectó mucho el cambio porque nunca fui de rezos ni de dioses. Lo mío era la poligamia, el vino, las cachimbas, y la narrativa contemporánea, cosas tan mal vistas por aquel entonces como ahora.
El Rey Lobo y yo compartíamos tantos secretos de palacio como de alcoba. Con el Rey Alfonso X El Sabio conecté a la primera de cambio. Yo mismo, a su llegada, le ofrecí la llave del castillo junto a la cédula de habitabilidad, así como el plan de evacuación, y una copia compulsada del último recibo de la contribución. Mi oficialidad me granjeó su confianza. El monarca cristiano hacía tiempo que buscaba un funcionario que funcionara como yo. En sus momentos de inspiración alcohólica, y entre cantiga y cantiga, criticaba sin mesura a sus funcionarios por la costumbre que tenían de dejar de funcionar en el mismo momento de tomar posesión del cargo.
Yo, a parte de ser su escribano favorito, fui su confidente, su pañuelo de lágrimas, y su correveidile, hasta que conoció a Isabel, la hermana pequeña de uno de sus nuevos lugartenientes, que acababa de llegar a Monteagudo desde la cercana y modesta villa de Alcantarilla.
Su afición a la lectura, a lo desconocido, y a los avances tecnológicos, que a mí me parecían de lo más absurdos e innecesarios, lo acercaron a ella tanto como lo alejaron de mí.
Isabel soñaba con viajes, con conquistas, con gastronomías de territorios impíos y desconocidos, y, con esas maquiavélicas argucias, lo fue alejando de mí y atrayendo hacia sus enaguas.
Cuando el Rey Alfonso X El Sabio decidió trasladar su residencia al Castillo de Lorca, incorporó a Isabel en su comitiva como responsable de coordinación de escribanos y como portavoz del gobierno.
Ella, celosa y sabedora de nuestra cómplice amistad y mis orígenes sarracenos, decidió arrojarme al ostracismo de la historia y abandonarme a mi suerte en Monteagudo, en el que ya me quedaría muy poco por escribir, salvo que fueran recetas de cocina o novelas de espadachines del lejano oriente.
Al desvanecerse la neblina provocada por el humo de aquel desafortunado y laxante café con leche, miré hacía Isabel con cierto recelo.
-¡Ni se te ocurra intentar quedarte con mi puesto de trabajo, eh! -le dije fuera de mí.
-¿Pero de qué hablas, Pepe, no me has traído a Irlanda para que yo siga atendiendo a este distribuidor?.
-Claro que sí, perdona. Por un momento pensé que era un escribano de la corte del Rey Alfonso X, discúlpame, Isabel.
-Te disculpo si me das tu receta secreta del pulpo al horno.
-No Isa, antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
-Por cierto, Pepe: ¿Sabías que un pedazo de intestino de una víctima del cólera, preservado en formol desde mediados del siglo XIX, ha permitido profundizar en el origen histórico de la enfermedad?
-No. Y no me hables de intestinos que bastante tengo con los míos. ¡Lees cada cosa!

martes, 18 de noviembre de 2014

Macho alfa


Voy a contarles una historia que nadie sabe con la esperanza, y el deseo, de que me sepan guardar bien el secreto.
Era martes. Bogotá. Un hotel de ejecutivos. El día había sido duro y, sin embargo, mi cuerpo no se adaptaba demasiado bien a una nueva habitación. La inquietud me arrastró a dar una vuelta por los bajos del hotel.
El hotel contaba, y seguirá contando, con una pequeña galería comercial sin pena ni gloria: ropas de dudoso gusto, recuerdos de Colombia, una agencia de viajes que ya se encontraba cerrada por lo intempestivo de la hora, una peluquería unisex.
Yo caminaba ensimismado; pensaba en los detalles de mi agenda de trabajo del día siguiente, y en los posibles resultados de las visitas que acababa de realizar. Se olía a tabaco. Al fondo de la galería vi lo que parecía, y luego ciertamente resultó ser, una coctelería.
Yo no soy mucho de cócteles, salvo en mi juventud en los que fui un gran aficionado a los Molotov. Entré allí sin demasiada convicción, como debe entrar un toro en un coso sin saber qué gaitas hace allí. No era demasiado grande. Las mesas estaban llenas de ejecutivos de medio pelo viendo vídeos chorra en YouTube. Una luz de sepelio alumbraba unas neblinas de nicotina y alquitrán con genuino sabor americano. 
Me dirigí a la barra con la esperanza de poder charlar un rato con el barman. El camarero tenía cara de pocos amigos. Le pregunté sobre el partido de fútbol que daban en televisión y de una manera casi mineral me dijo que a él no le interesaba el fútbol. Por intentar ser agradable le pregunté que qué le interesaba a él y me dijo que lo único que realmente le interesaba a él era que los clientes no le dieran mucha conversación. Blanco y en botella.
Mientras digería aquella estrambótica situación, una preciosa mujer ataviada con un vestido rojo tipo Valentino se sentó a mi lado.
-Un mojito por favor -pidió la miss mundo sin mover un músculo de su perfecto rostro.
-Lleve cuidado -le recomendé, el camarero tiene muy malas pulgas.
-No estoy hablando con usted -me dijo sin mover ni un grado el ángulo de su cara para responderme.
-Lo siento, no pretendía molestarla -me disculpe, sin saber muy bien si era lo que tenía que hacer.
-Ustedes los españoles se creen con derecho a todo, ¿verdad? -me planteó.
-Yo no he venido aquí a generar un conflicto internacional, tan sólo pretendía tomarme algo. Por cierto camarero, póngame a mí otro mojito.
-¿A qué se dedica usted? -me preguntó la mujer.
-Vendo cosméticos. ¿Y usted, a qué se dedica?
-Trabajo en una morgue.
-¿En una qué?
-En una morgue. Trabajo con muertos. ¿Ocurre algo?
-No. Nada. Qué va a ocurrir. Los muertos son gente pacífica. 
-Los muertos están muertos. ¡Salvo algunos!
-¿Cómo qué salvo algunos?
-Hace unos meses uno de ellos comenzó a chillar en el congelador.
-¿Y qué decía?
-Pues qué iba a decir, que tenía frío y que lo sacáramos de allí.
-¿Qué susto, no?
-Sí. Aunque era la primera vez que nos pasaba eso.
-¿Los demás no se quejan de la temperatura?
-Ni de la temperatura ni de nada.
-Pues ve, lo que yo le decía, son gente pacífica.
-Son muertos.
-¿Usted los arregla para que se vayan guapos para el otro mundo?
-Así es, los maquillo, los arreglo, los peino, los dejo bien presentables.
-¿Hoy arregló a muchos?
-Como a seis.
-¿Y no le importaría arreglar a un vivo antes de irse a dormir esta noche? ¿No me ve muy demacrado?
-Usted no está demacrado, usted es un descarado. Eso es lo que es.
-No se ponga usted así, por favor. Los vestidos de Valentino sacan el lado de macho alfa que hay en mí. Me ponen muy bruto.
-No es de Valentino, es de Zara. 
-Ve como no somos tan malos los españoles. Hacemos ropa bonita y a buen precio.
-¿Está usted casado?
-Sí. ¿Y usted?
-También.
-¿Y qué hace que no está cenando con su esposo?
-Todos los martes me pone un escusa y se va a cenar con su secretaría.
-Parece que ya entiendo lo de su cara, y no es por lo de los muertos.
-Así es. Nuestro matrimonio está muriéndose. Seguimos juntos por conveniencia. Por pura y asquerosa conveniencia.
-Pues si lo que quiere es vengarse, aquí me tiene a su total disposición. Soy un hombre serio, discreto, respetable y se manejarme muy bien en las distancias cortas.
-Es precisamente lo que le iba a proponer: ¿Cuál es su cuarto?
-La habitaciiiónn seiisccientos cuaattro -le dije tartamudeando de la emoción.
-Pagué estas dos copas y suba a su cuarto. En diez minutos estaré allí. Vaya dándose una duchita y póngase cómodo.
Nervioso como un colegial en su primera cita, pagué y subí hacía mi habitación a la velocidad de la luz.
Cinco años después, aún la sigo esperando.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Confusionismo


La vida avanza conmigo detrás. La vida pastor nos convierte en borregos. Soy borrego. De pequeños, durante la catequesis, el cura nos decía que Dios era un pastor y nosotros su rebaño. Los del gobierno dicen que es Rajoy, aunque a mí me recuerda más a un compungido y resignado San José. En el Madrid dicen que es Cristiano Ronaldo. Los de Podemos dicen que su Dios es Pablo Iglesias. Las admiradoras de Pablo Alborán creen que él es el único Dios verdadero. 
De dioses está el mundo lleno. De hecho, hay gente tan endiosada que mea Chanel número 5. Dios es una Harley. Dios es un Ferrari. Dios es un diamante de sangre colgado del cuello de una famosa endiosada por la prensa rosa.
Pese a ese heterodoxo Olimpo que les describo, lo verdaderamente cierto es que cada uno de nosotros reinamos en nuestro propio paraíso, o en nuestro propio infierno interior. Somos tan dioses como demonios. 
Según los mandamientos que nos enseñaban, y que teníamos que recitar de carrerilla, no debemos de tomar el nombre de Dios en vano. Y, por si acaso, nos advertían : ¡Dios castiga y no con palos!...
Mientras pensaba sobre este dogma teológico, escuché a mis vecinos hablar:

-¡Manolo,vives como Dios!
-No, ¡qué dices!, lo que pasa es que yo vivo como Dios manda. Eso sí.
-Ni qué lo digas: Aunque ayer por la noche montaste la de Dios en Cristo.
-No, no sólo yo. ¡Fue todo Dios!
-Unos más y otros menos. ¡Bendito sea Dios la que se lió!
-¡Vaya por Dios! ¿Ahora me vas a decir a mi qué no fuiste tú?
-Sí. Yo hice lo que Dios me dio a entender.
-¡Dios me libre de volver allí!
-Seguro. ¡Allí no va a volver ni Dios!
-Pues que Dios reparta suerte.

Todos damos por hecho que Dios aprieta pero no ahoga. A Dios rogando y con el mazo dando. Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, La Virgen María y el Espíritu Santo -rezaba mi tía, cuando su cama se vino abajo por overbooking.
¡Dios que desastre de relato! -reconoce el que les escribe.
¡Me cago en Dios! -Chilló al árbitro un aficionado del Atleti tras negarles un penalty de libro. 
Por Dios, por la Patria y el Rey -dicen unos. Dios salve a la Reina -dicen otros. Dios es amor. Dios es perdón. Dios está en todos sitios. 
¿Qué más os podría decir?
Pues...adiós. Y que Dios me perdone.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

El gallinero o la fábula de la gallina y la tortuga


La gallina Josefina tiene una nueva vecina. La vecina de Josefina se llama Tomasa, pero no es una gallina, sino una tortuga de tierra poco habladora, un poco sorda, y de avanzar renqueante. De hecho, tiene un oído inflamado y una de sus patas traseras parece no funcionar demasiado bien. Josefina y Tomasa, pese a sus evidentes diferencias fisiológicas, se han hecho muy buenas amigas. Las dos recuerdan perfectamente cómo y cuándo salieron del huevo. Tomasa recuerda cómo fueron formándose sus duras escamas y Josefina le cuenta de la suavidad de sus primeras plumas. Tal vez por la edad, hablan demasiado de su pasado. Tomasa ha puesto huevos seis veces, una de las cuales, allá por los montes resecos de Mazarrón, contó hasta dieciséis de una sola puesta. Josefina llora al recordar el ataque de un zorro a su gallinero. El raposo se comió a sus cinco pollitos y ella se escapó por los pelos encaramándose a la copa de un árbol. Tomasa la consuela contándole la historia de su último y trágico desove: un viejo cimarrón se comió todos sus huevos justo en el preciso instante en el que comenzaba a enterrarlos y, no conforme con eso, intentó comerse a Tomasa y le mordió en una de sus patitas de atrás. Por eso, ahora, su pata trasera derecha es un muñón, que, pese a todo, le sirve de apoyo y le facilita la movilidad.
Josefina y Tomasa se llevan tan bien desde el mismo momento en el que descubrieron que las dos eran viudas. Curiosamente, el gallo Vasallo y el tortugo Tarugo, murieron ahogados tras una enorme tormenta que se llevó por delante varias casas y un camping entero. Tras enviudar, las dos decidieron no volver a tener pareja y, de ese modo, poder dedicar el resto de sus días a la vida contemplativa. 
El que peor lo lleva por aquí es el gallo Gallardón al que, recientemente, le han cortado las alas y está medio desplumao. No habla con nadie, y menos con nosotras.
Tomasa echa de menos la libertad del monte, pero, pese a la desgracia de haberse cruzado en el camino de Paco, al que todo el mundo conoce como Paco El Carpintero por regentar una carpintería en suspensión de pagos, se siente feliz porque entiende que, de otro modo, nunca hubiera conocido a Josefina. El gallinero al que la arrojó Paco no es el monte, pero, a ciertas edades, el recogimiento deja de suponer un problema para convertirse en todo un privilegio. Sobre todo cuando Paco, con la precisión de un reloj suizo, a las cinco en punto de la tarde, arroja dentro del gallinero los restos de la cocina de su casa, llena el comedero de ricos granos de maíz, y repone de agua fresca los bebederos. La vida, dentro de un gallinero, no es tan mala como mucha gente podría pensar. Hay sitios mucho peores. Al menos aquí, aunque vengan disfrazados, todavía sabemos distinguir entre una gallina y un zorro.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Personas piedras



Avanzo. Sumo lecturas. Mías y ajenas. Unas veces escribo con más pericia que otras. Leo, a veces con muchas ganas y entusiasmo, y otras no tanto. Depende del autor o del momento. Observo cómo describen las escenas. Estudio cómo exponen sus ideas. Me fijo en todo. Como un niño cuarentón, aprendo de fijarme. Reflexiono.
Me gusta propiciar mis propios espacios de reflexión. Miro hacia adelante y hacia detrás en busca de respuestas. ¿Quién soy? ¿Hacia adónde voy? ¿Por qué escribo? ¿Para qué? ¿Qué hago aquí? ¿Por qué únicamente ladran los perros de mi vecino durante la siesta?
Me busco como método: en un paisaje, en un rostro, en un calendario, tras una ventana, en una lectura, debajo de un árbol, o en la oscuridad de una cueva. Estoy en todos sitios y en ninguno. Me encuentro tan fácilmente como me pierdo. Me abstraigo viendo pasar las estaciones, los años, los cometas, el ir y venir de las golondrinas. Vida en movimiento.
Dudas. En toda introspección afloran dudas. La naturaleza humana es dubitativa. Lo malo es cuando esa duda se convierte en bloqueo. Los bloqueos producen parálisis y la inmovilidad va en contra de la biología. En ese caso, todo evoluciona alrededor excepto quien renuncia a los cambios.
De los bloqueos surgen las personas piedra. Inmóviles y acorazadas. Intransigentes ante lo nuevo. Inflexibles. Sordas. Herméticas. A la defensiva.
La sociedad está llena de personas piedra. Que defienden dogmas de otro tiempo. Que se rasgan las vestiduras ante todo progreso. Que al negarse su evolución quieren obligar a los demás a no avanzar. 
La vida es movilidad, es cambio, es duda, pero ante todo es camino. Las personas piedra se niegan al avance. Aman tanto a las anclas como a las raíces. Son arqueología. Idolatran al pasado y demonizan el futuro.
Y, pese a su terca oposición, la tierra sigue girando.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Juegos de adultos


Paseo por el barrio como cada noche antes de acostarme. Noche clara. Frío. A mi paso, un tipo, que me resulta conocido, se esconde en el interior de un coche. No es la primera vez que me tropiezo con ese vehículo. La luna llena clarea la oscuridad. Proyecta sombras. A noches luminosas misterios profundos. 
Ya dentro de la casa, oigo ruidos, todo un catálogo de ellos. Unos de origen biológico y otros de dudosa clasificación y procedencia. Decidido, activo mi plan.
Ahora escucho pasos. Su sonido es inconfundible. Sin duda, son pasos de un hombre robusto. Pisadas contundentes y pesadas. Parece uno solo. Tiene mucha prisa o sufre una especie de ataque de ansiedad. Escucho hasta su acelerada respiración. Si me esforzara, podría hasta percibir el sonido de su corazón retumbando en su caja torácica. Veo el haz de luz de su linterna.
Busca. Sé lo que está buscando. Arrastra frío a su paso. También muebles y todo aquello que dificulta su obsesivo y estremecedor registro.
Decido no moverme. Del éxito de mi quietud depende mi futuro y el de mucha más gente. El pánico no evita que recuerde mi infancia y lo que disfrutaba jugando al escondite. Pero esto de ahora no es un juego. ¿O tal vez sí?.
Lo sería si la vida en sí misma fuera un juego, en el que ganar o perder diera lo mismo que vivir o morir. Yo prefiero seguir vivo por mucho tiempo.
Lo siento cada vez más cerca de mi inmovilidad. Ahora juego a que soy una momia. Aguanto mi respiración. Estoy recubierto de invisibles vendajes que rodean mi nerviosismo y atenúan mis ganas de salir corriendo. Pese a todo, aguanto estoicamente la tensión.
Ahora soy el hombre invisible. Está frente a mí pero no me ve. Debe tener mocos, de lo contrario se hubiera percatado del olor que desprende la fragancia francesa que uso desde hace más de quince años. Él, por su parte, huele a sudor mezclado con perfume de imitación, curiosamente al mío. 
Se aleja. Un metro. Dos. Tal vez, tres. Empuja con violencia una silla que le entorpece el paso, o tal vez ha tropezado con ella. En su retirada aún veo el destello metálico del cañón de su revólver. Ahora juego a los pistoleros y con el dedo le disparo varias veces por la espalda. En la otra mano lleva el maletín que buscaba. O, al menos, eso es lo que él se cree.
Hace semanas que preparé ese maletín señuelo, con un portátil viejo repleto de fórmulas falsas capaces de arruinar a cualquiera, y con un dispositivo de localización vía satélite.
Lo preparé todo el mismo día en el que comencé a sentirme vigilado. Mis fórmulas magistrales están a buen recaudo. 
El sicario burló mis defensas tecnológicas pero no supo enfrentarse a mis instintos más primarios. En el barrio nunca me dejé ganar ni a las canicas.
De haber confiado todo exclusivamente a la tecnología ahora estaría criando malvas y mis fórmulas enriqueciendo a mis verdugos.
Pese a que hoy me ha sonreído la suerte, sé que el juego de la vida continua. Sólo gane una partida. Intuyo, sin temor a equivocarme, que ellos querrán seguir jugando. A los adultos también nos gusta jugar. 
¿Apostamos algo a que vuelven?

domingo, 2 de noviembre de 2014

Piano madre


Les explicaré. Estoy mal. Mi psique en duelo. Diarrea. Garganta. Cansancio. Antigüedad. Como medicina acudo al descanso y a la introspección. Mal remedio. El error me conduce a la nostalgia y a buscar en YouTube música para leer. 
Suena un piano. Al instante, ese piano se apropia de mi mente sin permiso. Los pianos son cajas de madera de las que brota la nostalgia como el agua de un manantial. No necesito de eso, tengo cajas completas. Toneladas de nostalgia. Recuerdos almibarados, o en salazón, que conservan hasta la eternidad mis aciertos y mis errores. 
El piano me recuerda con sus notas quién soy y quién no soy. La sabiduría no se aloja en google, ni en servidores a prueba de bombas nucleares, se esconde, al acecho, en la caja contrachapada de un piano.
La vida entera en una sinfonía de teclas, cuerdas y martillos que accionan mecanismos que la mayoría de nosotros nunca alcanzaremos a ver ni a entender.
Piano. Suena dulce y llega hondo. Acaricia los oídos y abre el alma. Piano. 
El día tiene un antes y un después tras sonar los primeros acordes de esa máquina de expender música. Domingo tranquilo. Piano.
El que inventó la vida debió crear al piano para guardarla adentro, pero la vida, burlona, se le escapa cuando quiere. En realidad, entra y sale de ahí. Piano útero de madera. De cada nota que suena nacemos uno de nosotros. De cada sonido brota una flor, canta un ruiseñor, o llora un hijo cuando muere su madre.
Piano, consuelo. Piano, dolor. Cómo y cuánto quisiera hoy entenderte, armario con patas que me haces llorar con tus agridulces notas.
Suena, piano suena. Vuela. Da vida. No pares nunca de sonar. Aunque me cueste llorar a cada rato. Sinfonía de lágrimas. La música es dulce y, sin embargo, las lágrimas son saladas.
Quién me iba a decir a mí, que esta segunda mañana de noviembre, sin ti mamá, te iba a encontrar entre los acordes en conserva de un piano sonando en YouTube. Hoy sé que vives ahí adentro. Que tu inocencia y tus miedos hoy son notas que acarician mis oídos y que me están diciendo cosas que tú no me supiste explicar a tiempo. Ahora que tú no estas es cuando comienzo a entenderte. Aunque tarde, el piano nos está ayudando mucho a los dos.
¿A quién le puedo dar todo lo que a ti no te dí?
Te extraño tanto, mamá.