sábado, 7 de febrero de 2015

Lágrimas


Anoche, volví a soñar con mi madre. Pese a su ausencia, mi madre continúa presente y cercana en mi cotidianidad. Me revisa meticulosamente con indulgencia. Escruta mis actos y mi conciencia en una especie de auditoria moral desde el más allá. Cuando pienso en ella no puedo dejar de pensar en mí. Ella y yo, yo y ella, en una especie de dualidad que perdura en su ausencia y en el tiempo. 
Al igual que sucedía en vida, sigo sin entender la naturaleza de sus actos, el significado de sus palabras y de sus gestos, la sinrazón de sus razonamientos, los entresijos que la movían hacia su propia destrucción, y sus profundos y arraigados miedos.
Todo sobre mi madre me aparece en claroscuro. Mares de miedos repletos de nadadores sin brazos. Columnas de humo de tabaco mortal y obscenamente moderno. Ella luchaba contra su inframundo por medio del tabaco. Se rebelaba contra su realidad buscando mundos utópicos e imposibles, repletos de monstruos miserables, que, a la postre, eran tan sólo espejismos.
De tanto comprender a mi madre, dejé de entenderla. Lo más complicado del raciocinio es el enfrentamiento con lo irracional. En está fábula de vidas rotas, mi madre perdió su rumbo, y vino a encontrarlo, y a entenderse a ella misma, ya con la presencia intermitente de mi padre, en el preciso instante en el que comenzó a merodear a su alrededor el cáncer que, a la postre, la terminaría derribando.
Ella, entre sueños, me dice que deje de torturarme. Que no busque tantas explicaciones. Que la recuerde alegre, sonriente, luchadora, como ella fue. Que me deje de lágrimas y de relatos impregnados de melancolía. Y que ponga música, y que salga, y que disfrute de todo aquello que a ella le hubiera gustado disfrutar y que no pudo.
Perdona mamá que te lleve de nuevo la contraria, pero, como hijo tuyo que soy y seré, tengo derecho a llorarte.

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