martes, 24 de noviembre de 2015

Hacia la luz, siempre hacia la luz


Caminaba Etgar. Solo. No había querido contar con nadie. Implicar a nadie. Arriesgar a nadie. Caminaba y silbaba. Silbar le atenuaba el miedo, aunque su silbido era interior y no salía sonido alguno de su boca. Etgar caminaba, silbaba, y sentía un pánico tan profundo que le helaba hasta los huesos. A lo lejos ladraban los perros. Los mismos perros, tal vez, que ladraban en todas sus pesadillas. El frío era mucho. La noche infinitamente oscura. El ambiente húmedo y lúgubre. Y Etgar caminaba como alma en pena, errático, débil, inseguro, pero de alguna manera sabía que no le quedaba otra opción. Todo estaba oscuro, frío, húmedo, pero esa luz, pese a estar en algún lugar muy lejano, era la única luz y, por tanto, representaba la única esperanza de continuar con vida. 
Su vida se helaba bajo la ropa. Las pulgas que sentía pulular por sus axilas, más que un problema, ahora le hacían compañía. La oscuridad de la noche le cegaba la razón, pero era su aliada. Su única aliada. El miedo ya hacía tiempo que formaba parte de él. Habitaba en él. La luz, esa mínima luz de esperanza, era todo lo que le mantenía en pie. Pero, en esa desesperada marcha sin retorno, ya no sentía los pies. Sus pies habían abandonado su condición de extremidades para convertirse en elementos insensibles, deformes, e inertes. Como recordaba los zancos de madera que llevaba su primo Amos, que de niño sufrió parálisis infantil. 
El lujo de estar vivo le estaba pasando factura. En ocasiones, la luz era tenue e intermitente. La intermitencia, con una cadencia indefinida, se alargaba de tal manera que Etgar perdía el rumbo. Un búho ululó varias veces advirtiendo de su presencia.
Retomar el camino era casi para él una misión imposible. Sin fuerzas, su vista se nublaba. Y, de repente, se sintió caer. La ladera estaba helada, recubierta de una fina capa de hielo aguado, que le empapaba su viejo y roído abrigo de prisionero. El hielo derretido salpicaba en su rostro mezclado con barro. La caída libre continuaba hacia la libertad, o hacia la muerte. Eso era lo de menos. Sus piernas por delante, sus brazos hacia atrás. Chillaba. Chillaba como cuando matan a un cerdo por San Martín. Chillaba y se orinaba en la caída. Se golpeó contra una roca. Su rodilla, destrozada, comenzó a sangrar. Lo supo porque sentía el cálido líquido cayendo por su espinilla, hasta empapar el calcetín e inundar su bota, si a aquello se le podía llamar bota. La caída continuó con un rotundo y peligroso cambio de postura. Ahora caía de espaldas, ladera abajo, en una caída hacía el fin de sus días. Hasta el fin de todo. Ya no había luz, ni norte, ni sur, ni futuro, ni gueto, ni nazis, ni nada. Pensó que nada había merecido la pena. Caía a la espera del golpe final, como tantas otras veces había esperado. Una rama le atravesó una nalga como una lanza atravesó el costado de Jesucristo en el monte Calvario. Pero él no se permitió el lujo de gritar. Tal vez ya no le quedaban gritos. O fue un grito congelado y mudo como en el cuadro de  Edvard Munch. El desgarro le hizo variar de posición y ahora caía de lado, dando volteretas, hasta que su cuerpo se sumergió en el agua más fría del planeta. Pensó, por un instante, que ese agua congelada era en realidad la muerte. La muerte -pensó-, es un río congelado que arrastra a los cuerpos hasta los confines del universo. Hacia la gran catarata que se tragaba a los barcos al pasar por Finisterre. Pero, pesé a todo, río abajo, flotaba y respiraba. Estaba vivo. Con el culo desgarrado. Su rodilla destrozada. Todo el cuerpo magullado. Delgado como un cadáver. Comido de piojos. Pero vivo. Río abajo, el caudal lo arrastraba por el centro del cauce y él se dejaba llevar como un tronco camino del aserradero. Por un instante, volvió a ver la luz. La luz se encontraba cada vez más cerca. Y más cerca. Y más cerca. 
Hasta que sintió como algo se enganchaba a su viejo y destrozado abrigo. Y luego sintió otro enganchón. Y otro. Y un señor gritaba desesperado desde la orilla del río, palabras incomprensibles pero cargadas de rabia.
Las cañas de pescar habían salido disparadas, excepto una. El pescador tiraba fuerte, para no perderla. Se aferraba a su caña como si hubiera enganchado al gran pez que todo pescador sueña, como en El viejo y el Mar, de Hemingway. El trofeo de su vida se batía en duelo, con una potera que le había enganchado de la manga del abrigo, y que se había convertido, inesperadamente, en la conexión con su salvación. La luz, esa luz tras la que andaba durante horas, era la que emanaba de la vieja y oxidada lámpara de gas del pescador. 
En un ultimo intento, tal vez con el último resuello que Etgar albergaba en su pecho, se impulsó hacia el tiro del anzuelo que lo arrastraba, y por lo tanto hacia la orilla. Sus pies notaron el cieno del fondo. La orilla estaba tan cerca como la luz. Notó pasos en el agua. Escuchó palabras en un idioma que le resultó familiar. Le estaban hablando en polaco, un idioma, que a sus oídos de judío checo huido de Auswiztch, le planteó muchas dudas. El anzuelo se había enganchado de la estrella amarilla que engalanaba su brazo. El pescador polaco, rápidamente se dio cuenta de todo y lo arrastró, con todas sus fuerzas, hacia afuera del agua. 
Etgar le habló en inglés, y nada. Le habló en checo, y tampoco. Le habló en ladino, y aún menos. 
El polaco, poniendo el dedo en vertical sobre sus labios, y emitiendo un shh muy prolongado y cómplice, le mando callar. Y mirándolo fijamente a los ojos, apagó la luz.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Cuando Janne Teller escribió "Nada"


O todo tiene un significado o nada lo tiene. Para muchas personas una bandera tiene mucho significado y para otras es un mero combustible, o un áspero tejido con el que limpiarse el culo. El fútbol es una religión o un absurdo. Los libros no son nada o lo son todo. La vida, en sí misma, es una nada en la que nuestro todo, si lo pensáramos fríamente, es una pura insignificancia. 
Mi paso por Dinamarca, hace unos años, fue mucho menos fructífero que leer este pequeño librito escrito por Janne Teller, una danesa que me ha trasladado, con elegancia, a mi adolescencia, a través de los ojos de un grupo de adolescentes que buscan el significado de las cosas por la provocación de uno de ellos. Entre los jóvenes, por fortuna, siempre hay uno llamado a remover el avispero. 
Pierre Anthon ejerce de Pepito Grillo, sobre nuestras conciencias, desde lo alto de un ciruelo. Sobre él se construye toda ésta rocambolesca historia. Sobre él y sobre un enconado ataque de nihilismo que lo convierte en una especie de rara avis a ojos de sus compañeros. El "montón de significado" que van acumulando los jóvenes desprendiéndose de cosas que para ellos tienen un gran valor, en una vieja y abandonada serrería, intentando con ello rebatir los contundentes argumentos de su amigo díscolo, representa una metáfora llena de belleza, hasta el punto de que su comparación con una obra de arte, y la intención de ser adquirido por un museo de New York, le confieren la plasticidad y la fuerza de una instalación conceptual como las que podemos tropezarnos en muchos de esos palacios-museo que casi nadie visita, y casi nadie comprende. 
Que sea un libro polémico por cómo trata algunos símbolos, y, sobre todo, por cómo retrata a ese grupo de jóvenes en toda su crudeza, le ha convertido en un libro de referencia, a caballo entre la provocación y la autoayuda, entre la novela y el cuento, entre el todo y la "Nada".
Sé que alguno de vosotros lo leeréis y sé que otros, sin embargo, no haréis "Nada".
Publicado por Seix Barral en su colección Biblioteca furtiva.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Llega la navidad...


El año avanza a galope tendido. Ya se huele a turrón. Las luces navideñas comienzan a colocarse en las calles. Los loteros apuran sus ventas. Los restaurantes cuelgan el cartel de "completo" ante las inminentes cenas de empresa. En las peluquerías se esperan estas fechas como agua de mayo. Cataluña sigue inmersa en la oscuridad de sus gobernantes. El mundo abatido por el duelo francés. Las pateras siguen llegando, las que llegan...
Las guerras siguen enconadas, ávidas de sangre, y de petróleo, y de poder.
Llega la navidad, con sabor a mazapán, cantaban mis añorados payasos televisivos. Ahora los payasos estamos al otro lado de la pantalla, acomodados en un sofá italiano, pagado a plazos, con un pijama de Mickye Mouse, comprado en Primark, y mirando a nuestro futuro con las mismas esperanzas con las que adquirimos nuestro décimo de lotería.
La vida es una suerte, una especie de sorteo, en el que mueven el bombo personajes siniestros que hacen todo lo contrario de lo que dicen y son todo lo contrario de lo que aparentan ser. 
Por fortuna, a mí siempre me toca lo mejor, pero no por ello dejo de pensar, en ningún momento, en los que no corren con mi misma suerte. Y mucho menos en esta época, en los que la opulencia y la ostentación marcan, todavía más si cabe, las grandes diferencias entre unos y otros.
Siempre es el mismo cuento. Año tras año.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Million Rublos Baby


Dejo Minsk. Vuelo sobre los helados campos bielorrusos, en dirección a Ámsterdam, aún con la mente plagada de banderas rojiverdes, en un Embraer 175 de Belavia Airlines. Ayer gritaban las jugadoras griegas del equipo de voleibol del AEK: ¡pame!¡pame!, -que imagínense cómo se escribirá en griego- que según parece significa: ¡vamos!¡vamos!. Pero no fueron. No fueron lo suficientemente buenas y sucumbieron ante el envite de las del Minsk. Perdieron el partido, pero ganaron la experiencia de jugar en Bielorrusia, que no es moco de pavo. Lo que hubiera dado yo, a su edad, por jugar contra el Minsk aunque se me hubieran helado las canillas. Las lágrimas griegas desataron la euforia de las rubias y espigadas bielorrusas. La vida es un continuo perder y ganar. Yo no sé aún el resultado del partido que he venido a jugar aquí.
En la recepción del hotel había una meretriz rubia, con unas botas rojas muy altas, que me hacía gestos obscenos para provocar mi masculinidad y debilitar mi economía doméstica. Los tres días me ha estado tentando como la serpiente tentó a Eva, y Eva a Adán, y Adán a todos nosotros. La tentación bíblica nos acecha todos los días, en muy distintas formas, como una hidra de siete cabezas.
Anoche las griegas lloraban en el hotel mientras veían en la televisión bielorrusa la repetición de las mejores jugadas del partido que, curiosamente para ellas, eran las peores, ya que todo depende del cristal con que se mire. Los culos de la griegas eran mucho más provocadores que los gestos de la puta oficial del hotel.
Pero yo estoy viejo para todo eso. Lo mio ya es únicamente una cuestión mental. La vida dentro de mi cabeza bulle con más precisión y recorrido que de mi calva para afuera.
Minsk sorprende por su sobriedad soviética. Resulta contradictorio que su biblioteca nacional, que debe pasar por ser unas de las más sorprendentes del mundo, no esté celebrando a bombo y platillo que la escritora bielorrusa Svetlana Alexievich ha ganado el Nobel de Literatura. Se ve que lo que escribe no es del gusto de los que dirigen el país. Yo no sé si por eso, o por el simple hecho de que me gusta leer a escritores de todos los países que voy descubriendo merced a mi trabajo, voy a comprar alguno de sus libros para ver lo qué se cuenta esa buena señora.
Los policías llevan unos gorros de plato, muy altos, de color caqui, que los hace todavía más altos de lo que son. El idioma ruso se impone al bielorruso que queda relegado a un papel segundón y devaluado. Cambio cincuenta euros y casi me dan un millón de rublos, por lo que me animo a cambiar cinco euros más, ante la poco comprensiva mirada de la señora de la casa de cambio, y ya soy millonario. Creo que nunca había tenido un millón de nada en el bolsillo y uno se siente importante teniendo un millón. Aquí, una lavadora económica fabricada en Rusia cuesta poco más de cuatro millones. En algunas zonas del país, la gente trabaja por un salario mensual inferior a doscientos euros, sin embargo, por las calles de Minsk abundan los Mercedes y los BMW y la ropa de marca, pero de verdad, no de mercadillo. A uno y a otro lado del antiguo, pero renovado, Telón de Acero, las diferencias de clase se siguen acrecentando, de manera imparable, como un mantra. El poder sigue siendo el mismo, y actuando de la misma forma, con independencia del signo ideológico de los gobernantes.
La vida es un sálvese quién pueda en todas partes. Un ¡pame! ¡pame! a la desesperada en el que los débiles siempre tenemos las de perder por mucho que nos arenguen. Como las griegas. Pobrecitas, cómo lloraban las griegas...

sábado, 14 de noviembre de 2015

Escuché la canción del viento


Para variar, estoy dentro de un avión. Vuelo. Afuera todo está oscuro, pero si me esfuerzo llego a divisar las luces de alguna población a caballo entre Alemania y Polonia. Tengo muchos mocos. Tantos que he gastado todos lo pañuelos de papel que llevaba, y casi todo el contingente de papel higiénico del aeropuerto de Berlín. Entre tanto, he leído la primera novela que escribió Murakami y que recientemente se ha publicado en España. En "Escucha la canción del viento" he encontrado resumido todo el universo murakamiano. Y, en cierto modo, el mío.
Tengo más mocos. No sé de dónde puedan salir tantos mocos si ayer me encontraba mejor que un forense en el depósito de cadáveres.
Los aviones, los aeropuertos, y las azafatas, siempre son para mí una gran fuente de inspiración. Las azafatas, tal vez, por motivos menos metafísicos pero no por ello menos interesantes para la literatura universal.
Leer a Murakami ha cambiado mi forma de entender la vida y la literatura. Viajar tanto me ha hecho un hombre de mundo. Amar tanto me ha enseñado a desprenderme de todo. Amo lo que hago. Amo a mi gente. Amo a las azafatas. Amo al vino de Jumilla. Y al de Bullas. Y lo mismo que espero de las azafatas, que es nada, espero de todos los demás. El no esperar nada de los demás me ha hecho libre. Vivir para los demás, sin esperar nada de nadie, como un dogma teológico. Entregarlo todo. Hasta el resuello. Sin embargo, del vino lo espero todo.
En el prólogo de esa novela, que viene junto a otra que lleva por título "Pinball 1.973", en una especie de dos por uno, Murakami describe sus inicios como escritor. Comenzó a escribir en japonés a mano. Luego decidió mecanizarse y, para ello, utilizó una vieja máquina de escribir con caracteres ingleses. Escribir en inglés, le obligaba a sintetizar muchos sus exposiciones, de tal manera que su forma de escribir nació condicionada por una cuestión meramente logística. Otra casualidad fue enfrentarse a un concurso de escritores noveles y ganarlo. De no haberlo ganado, probablemente, esa novela, de la que no se había quedado ni con una copia -palabras textuales del autor-, "Escucha la canción del viento" ahora dormiría el sueño de los justos en algún cajón, y Murakami seguiría regentando un café, pinchando discos de jazz, y leyendo como un malvivo.
Yo escribía mucho, en la vieja barra de acero inoxidable del Bar Josepe, ante las absortas miradas de unos clientes que, en su mayoría, jamás habían visto escribir a nadie salvo cuando un policía municipal les ponía una multa. Allí comencé a reescribir mi propia historia que, a la postre, me llevaría a abandonar al Bar Josepe para siempre.
En los bares, suene jazz, o no, como música de fondo, todo puede cambiar en un instante por el simple hecho de que a cada minuto entra una persona con una historia bajo el brazo que se confronta con la tuya, y esa confrontación espontánea lo puede cambiar todo. Los bares son estaciones con destino incierto en los que se cuece más energía que en una central nuclear. Tan inciertos como este vuelo, o como este viaje, o como este relato.
El avión comienza a bajar. Miro por la ventana y veo las luces de Varsovia. Guardo el libro de Murakami en mi bolso de mano. Todo en la vida es incertidumbre y camino. Me sueno por enésima vez los mocos. Pongo punto y final. 

viernes, 13 de noviembre de 2015

Chili Pepper


Esta mañana, de manera inesperada, he conocido a Chili Pepper en la cola de facturación del aeropuerto de Alicante. Chili Pepper, para su información, es una perrita de color blanco que llevaba un lacito rosa en la cabeza. Su dueña, una alemana entrada en años, y achicharrada por el incomparable sol de Benidorm, iba, también, toda vestidita de blanco y luciendo otro lacito rosa en la cabeza. Eran tal para cual. Mientras esperaba pacientemente mi turno, una espectacular señorita me abordó para hacerme una encuesta de satisfacción que me dejó insatisfecho. Las encuestas son un coñazo aunque te las haga una modelo de alta costura como esa. Chili Pepper ladraba a la encuestadora como ladran los perros de mi vecino a los Testigos de Jehová cuando vienen a nuestra urbanización a vender La Atalaya. Es lo que tienen en común las estadísticas, los Testigos de Jehová vendiendo La Atalaya los domingos por la mañana cuando estás en la ducha, y los animales de compañía, aunque de distinto modo, las tres molestan que no veas.
Los políticos en campaña echan mano de las estadísticas, o de los perros del partido, o de los Testigos de Jehová, según lo requiera la ocasión.
-¿Viaja usted con mucha frecuencia a Berlín, caballero? -me preguntó la modelo venida a menos, o quién sabe si a más.
-En realidad voy a Varsovia, señorita -le respondí toscamente para demostrarle mi total desinterés por su tarea, su metro ochenta y cinco de estatura, su noventa y cinco de caderas, su ciento diez de busto, y sus labios carnosos repletos de silicona.
-¿Sabe? yo hice el Erasmus en Cracovia, y tuve un novio polaco que practicaba halterofilia -me dijo con cierta nostalgia.
-Yo tuve una compañera rumana que era una apasionada de la filatelia -le comenté, no sin cierta guasa.
-¿Y qué tiene que ver la filatelia con la halterofilia? -me preguntó contrariada.
-Su sello favorito era uno de los Juegos Olímpicos de Moscú en el que aparecía un levantador de peso polaco -dije en un gran alarde de imaginación.
-¡Ese era el padre de mi novio! -exclamó- Ganó la medalla de oro de su categoría en esa olimpiada. ¡Qué casualidad! Si me pinchan ahora mismo no me sacan sangre -me explicó la encuestadora fuera de sí.
-Es cierto -dijo la jubilada alemana con Chili Pepper en los brazos- Yo conocí a ese señor en Berlín durante los Campeonatos de Europa. Tras las olimpiadas, me mando una carta con un ejemplar de ese sello, que guardo como un tesoro. Él se sentía muy orgulloso de eso y de los días tan inolvidables que pasamos juntos aquel verano.
-¿En serio? Tenemos que hablar...-exclamó la encuestadora como si le hubieran anunciado la resurrección de Elvis Presley.
Yo las dejé a las dos charlando efusivamente en la cola mientras facturaban mi equipaje. Nunca tuve una compañera rumana, y no me pregunten el motivo, a la jubilada alemana, por mucho que miré y miré, no la volví a ver en el avión.
A veces me iría mejor si me callara y no me metiera en estos líos que me meto.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Mazinger Z


-¿Y desde cuándo dice usted, señor Martínez, que se siente Mazinger Z? -le preguntó el terapeuta.
-Uff, ya ni recuerdo...
-Más o menos... tampoco hace falta que sea tan preciso.
-Pues por lo menos desde hace veinticinco o treinta años.
-¿Cuántos tiene ahora?
-Casi cincuenta.
-¿Y qué es lo que más le preocupa de sentirse Mazinger Z?
-Que estoy todo el día buscando a Afrodita A.
-Todos los hombres buscamos a nuestra Afrodita.
-Sí, pero yo me fijo únicamente en su pectorales.
-No se preocupe, eso nos pasa a todos.
-Sí, lo sé, pero yo los palpo para ver si están duros, y eso me trae muchos problemas.
-¿De qué tipo? -describa eso.
-Los maridos, o los novios, se ponen violentos y tienden a agredirme.
-¿Y usted qué hace en esos casos?
-¡Puños fuera!
-¿Los macea?
-Sí.
-¿Y cómo se siente después de golpearlos?
-Inquieto.
-¿Cómo que inquieto? ¿A qué se refiere con inquieto?
-Me acuerdo de mi madre.
-¿De su madre?
-Sí, de mi madre. ¿Le sorprende?
-No. No, para nada. Es normal que nos acordemos de nuestras madres. ¿Pero qué recuerda en concreto de su madre?
-Pues que ella siempre me regañaba cuando le pegaba a los vecinos.
-¿De pequeño le pegaba usted mucho a los niños?
-Sí. Y a sus padres.
-¿Cómo a sus padres?
-Sí, con doce o trece años medía un metro noventa y pesaba cien kilos.
-¿En serio?
-¿Qué ganaría con engañarle?
-¡Era todo un Mazinger!
-¡Puños fuera! -dijo de repente el paciente, mientras le atestaba al psicólogo tremendo puñetazo en la nariz.
-¿Y eso a qué ha venido? -me lo puede explicar.
-No lo sé, por eso estoy aquí. Si lo supiera no hubiera venido a su consulta.
-No sé qué decirle, nunca había tratado antes a alguien con el Síndrome de Mazinger Z. Creo que se describió algún caso hace algún tiempo en Japón, pero jamás en España.
-¡Planeador abajo! -exclamó el paciente, mientras arrancaba la lámpara de la consulta y la esclafaba sobre la cabeza del doctor.
Medio aturdido, el psicólogo, con la lámpara puesta a modo de collar, le recordó al paciente: 
-Señor Mazinger son cien euros, déselos a mi enfermera al salir, por favor.
-Claro, no hay problema. ¿Cuándo regreso, doctor? -preguntó el paciente, un tanto contrariado por la situación.
-No señor. No hace falta que regrese. Usted está perfectamente, señor Mazinger. Con la factura la enfermera le entregará el alta.
-No puede ser, doctor, no me funciona el fuego de pecho -exclamó enojado el señor Martínez.
-Entonces lo que usted necesita no es un psicólogo es un ingeniero de la NASA.
-Pues podía haberlo dicho usted antes. Disculpe las molestias. 
-No se preocupe. Mi obligación es atender a los pacientes. 
-Es usted un santo, eso es lo que es.
-¡Y usted un Mazinger!
Desde aquel día, y por razones obvias, en la clínica del Doctor Jadoroski no atienden a superheroes.



martes, 3 de noviembre de 2015

Escribo para Mario


Escribo para Mario. Nunca pretendí escribir sólo para él, pero él se está convirtiendo en el último Mohicano de este blog. 
El otro día leí que se había representado una obra de teatro para un sólo espectador. Del teatro a pequeña escala, del que soy aficionado, al teatro cuerpo a cuerpo. Actor frente espectador. La vida representada en una obra individualizada, irrepetible, y mínima. 
Ayer subí en un ascensor junto a un señor con bigote que pesaba más de ciento cincuenta kilos, lo que me dio mucho que pensar. Pensé en la capacidad de resistencia del elevador. Pensé en el color de la última caca de mi hija. Pensé en mi próximo viaje a Bielorrusia. Y, no me pregunten la razón, pensé en crear un Teatro de ascensor. En esa hipotética compañía los ascensores tendrían una doble función: subir y bajar gente, mientras el ascensorista ejercería de actor para evitar, de una vez por todas, que en los ascensores se corte el ambiente con un cuchillo, o se hable únicamente de meteorología. 
Si en un anuncio televisivo se condensa un mensaje capaz de hacer saltar la bolsa de Madrid o de New York y dura veinte segundos, por qué no se puede hacer una obra de teatro con un único actor en un minuto. De hecho, en la antigüedad, en cada ascensor había un ascensorista disfrazado de ascensorista, que era el único con carnet de ascensorista, y, por tanto, el único capaz de manejar esa modernidad que provocó que nuestras ciudades se elevaran hacia el cielo, que era mucho más barato que continuar creciendo en superficie. La especulación inmobiliaria comenzó tras el infernal invento del elevador. El ascensorista en cuestión vivía de las propinas de los usuarios. El actor de mi teatro de ascensor iría disfrazado de actor de ascensor -tarea esta que ya le voy a encomendar a Agatha Ruiz de la Prada- y viviría de pasar la gorra como un músico en el metro, que por cierto, es otro artista de lo mínimo. 
Yo soy un escritor de lo mínimo y de lo nimio. Un escritor con un único lector al que cuido como si estuviera en peligro de extinción. 
Pero, pensándolo fríamente, no es él quien está en peligro de extinguirse, quien está en peligro soy yo. Así que esta triste historia bien podría servir como título de una novela: "Mario ya no tiene quien le escriba". 
A la espera de la llegada de una legión de ávidos lectores, continuemos con este bis a bis. Espero que este hábito no me lleve al óbito.