jueves, 25 de febrero de 2016

Quédese con la copla


El guapo de mi primo Ginés nunca se quedaba con la copla. Yo se lo decía: eres tonto o qué ¡alma de cántaro!, no ves que no tienes nada que hacer con esa tía. Y él que sí, erre que erre; que si ya la tengo en el bote, que si va a dejar a su novio por mí, que si esa es mucha mujer para ese calzonazos, que si esta otra está que bebe los vientos por mis pantalones. Y yo le decía que no fuera tonto, que sentara la cabeza de una vez, que se buscara una mujer soltera y sin compromiso, que su rollo con las casadas y las prometidas le iba a traer problemas y que se sacara el carnet de conducir de una vez, a lo que él me respondía: es que no puedo con el teórico, primo. Y vaya que si esa manía persecutoria suya de andar detrás de las mujeres de otros se los trajo. Ahora, por desgracia, mi primo Ginés descansa en el cementerio de Nuestro Padre Jesús, más tieso que una cecina de León.
Pese a todo, mi primo Ginés era un gran tipo, pero todo lo estropeaba de cintura para abajo. Ahora por su tumba desfilan decenas de damas de toda condición. Inclusive, una de ellas, que ha preferido mantenerse en el anonimato, y que al parecer era muy pudiente, le ha puesto un busto suyo a la tumba esculpido en bronce por un reconocido artista local. 
Lo que no me gusta del busto es que parece que te va a hablar y a mí, la verdad, no me gustaría que hablara, porque cada vez que mi primo Ginés hablaba subía el pan.
Guapo era. Testarudo también. Aunque este mal que yo lo diga, que fui su primo y lo quería con locura, tengo que reconocer que le faltaba un hervor. Pero claro, pese a ese pequeño defecto, como era tan guapo el condenao se las llevaba de calle, y como estaba tan solicitado por el sector femenino no había forma de meterlo en vereda.
¡Ay, primo, que envidia me diste durante toda tu vida!. Siempre se ha dicho: "Dios le da pan al que no tiene dientes". Descanse en paz.

domingo, 21 de febrero de 2016

El sabio Amin


Fui a ver al sabio de la piedra. El día era luminoso y los pájaros cantaban, desaforados, como queriendo violar con sus piares el silencio inmaculado de aquel bosque caducifolio. El sabio estaba allí, tal y como me habían contado, encaramado al pedrusco, con una túnica blanca, y una barba canosa, tan larga, que le llegaba más abajo de la cintura. Por fortuna para mí, y a pesar de las numerosas visitas que recibía, en ese momento no había nadie, y él dormitaba sobre una vieja jarapa tomando un relajante baño de sol.
-Buenos días, sabio Amin, disculpe que le moleste: ¿está usted despierto? -dije anunciando mi llegada.
-Incluso cuando duermo, estoy despierto. He alcanzado un estado mental en el que estar despierto o dormido para mí es la misma cosa - respondió con una voz tan melosa como un algodón de azúcar.
-Me parece increíble. Nunca pensé que algo así fuera posible -dije, abrumado, ante lo profundo de su afirmación.
-El hombre desconoce la mayor parte de sus capacidades -exclamó el sabio.
-¿Tenemos más capacidades de las que conocemos? -pregunté asombrado.
-Efectivamente. Miles, decenas de miles, cientos de miles de capacidades latentes que no usamos -matizó el sabio Amin.
-Señor: ¿usted cree que yo pueda llegar, algún día, a ser más feliz de lo que soy? -pregunté no sin cierto temor a su respuesta.
Entonces, el sabio Amin, poniéndose de pie frente a mí, me agarró las manos, me miró a los ojos y exclamó:
-Dime, amigo: ¿Qué es lo que te ha traído hasta aquí? -me preguntó con una mirada tan profunda que llegué a pensar que, al mismo tiempo, me estaría haciendo una colonoscopia.
-Quiero encontrar el camino de la felicidad - dije, expectante ante su respuesta.
-¿La felicidad? ¿Qué es para ti la felicidad? -me cuestionó el sabio, en un tono de voz menos meloso que el anterior.
-No sé, le dije. Tener pareja, hijos, un buen coche, ascender en mi trabajo, tener tiempo para leer, tal vez un aumento de sueldo, despertar admiración entre mis conocidos, algo así...supongo.
-¿No se ha tropezado, al subir, con un señor que bajaba? -preguntó el sabio Amin.
-No. No me he tropezado con nadie. ¿Por qué? -pregunté interesado.
-Él es un prestigioso cirujano. Tiene un trabajo por el que todo el mundo lo admira, una mujer guapísima y que fue modelo, unos hijos estupendos, una colección de coches de alta gama, viaja todos los veranos a Malí a operar gratuitamente a personas pobres de solemnidad...Pues aún así, no es feliz -me explicó el sabio.
-¿No es feliz? ¿Pero qué más le puede pedir a la vida ese señor? -planteé.
-¿Y qué es la vida? -me preguntó el sabio de la piedra.
-Nacemos, vivimos, morimos... La vida es aquello que trascurre desde el nacimiento a la muerte. ¿No es así? -exclamé con notoria inseguridad.
-Mira ese río, allá abajo. ¿Ves? El agua fluye desde el manantial, recorre un sinfín de kilómetros hasta llegar al mar, o evaporarse y formar parte de una nube, y ser lluvia, o tormenta, inundar pueblos, ahogar personas, o ser únicamente eso: ¡agua!.
-¿Nosotros somos agua? -pregunté desconcertado, sin entender con claridad su explicación.
-Nosotros somos agua, fuego, piedra, aire. Nosotros somos todo y nada. Forjamos países, historias, casas, muros que tan sólo habitan en nuestras cabezas pero que para la madre naturaleza, que todo lo rige, no tienen la más mínima importancia. Nos perdemos intentando crear lo que ya está creado, descubrir lo que ya está descubierto, y transitar los caminos que ya están transitados desde los orígenes del todo.
-¿Y qué es ese todo? -pregunté totalmente desbordado por la trascendencia que había adquirido la conversación.
-Este todo eres tú, soy yo, es el río, son esos pájaros que cantan al sol agradeciéndole que nos alumbre. ¿Tú le agradeces al sol todos los días que nos alumbra? -me preguntó el sabio Amin.
-No, nunca me planteé nada de eso -respondí con sinceridad.
-Entonces ya hemos dado con el motivo de tu visita. A partir de ahora te recomiendo que, todos los días, cuando te levantes, des gracias al sol por alumbrarte, y por alumbrarnos. Cuando él se apague todo habrá terminado.
-¿Y cuándo se apagará?- pregunté angustiado.
-No te preocupes. La pequeña llama que eres tú, se apagará mucho antes de que eso suceda. Tú y yo tan sólo somos una pequeña parte que se escapó de ese sol. Ve y disfruta. ¡Vive!. No busques tanto en lo que crees que no eres, o en lo que no tienes, disfruta del sol que te alumbra. 
No sé si me sirvió de mucho o no, pero eso fue lo que sucedió aquel día y así he decidido contarlo. Ahora, cada vez que miro hacia el astro rey, lo veo de forma diferente.

martes, 16 de febrero de 2016

Timoteo Carpio el Obstinado


A Timoteo Carpio Retuerta le llevó varios meses darse de baja de todas las redes sociales a las que estaba inscrito desde hacia más de veinte años. Alguna de ellas lo asedió enviándole cuestionarios de lo más inverosímiles y hasta le hicieron propuestas rocambolescas para que volviese al redil. Apostatar de las redes sociales le resultó más complicado que renunciar a su bautismo, pero lo consiguió. Si por algo bueno destacaba Timoteo era por su obstinación. La idea le surgió tras escuchar al escritor Santiago Roncagliolo postularse a favor de la recuperación de la conversación como nexo común de las sociedades. Dicho y hecho. Timoteo era así: ¡decidido!.
Total que, aquel día, para celebrar que todas sus cuentas habían sido finalmente canceladas, Timoteo bajó al parque más cercano con el loable afán de charlar con la gente. Gente normal y corriente, del montón, con sus olores, su caspa, sus lorzas, sus calvas, sus culos, y lo más importante, gente a la que poder tocar, oler, sentir, besar, o patear, si fuera el caso. Gente de carne y hueso, y no toda esa gente fantasmal que conocía únicamente desde el otro lado de la pantalla, y a la que en su vida había tocado ni un pelo.

-Oiga, caballero: ¿le apetece que hablemos un rato?. -le preguntó Timoteo, con inocencia, a un señor jubilado que mataba el tiempo dándole migajas de pan duro a las palomas.
-No hablo con desconocidos -le respondió con rotundidad el señor.
-Pero, oiga, buen hombre, yo no soy un desconocido, soy un vecino del barrio, que quiere hacer amistades, y retomar el camino del diálogo para recuperar el nexo común entre las sociedades.
-Que le digo, por favor, que me deje usted tranquilo...yo no hablo de política, ni entiendo ni papa de sociedades -respondió, molesto el viejo.
-Entonces, no se preocupe, no hablaremos de política, ni de sociedades, hablaremos de lo que usted quiera -le aclaró, con cierta ansiedad, para tranquilizarlo.
-¿Usted cree que si yo estuviera necesitado de hablar con alguien estaría aquí dándole de comer a estas ratas con alas?. Se lo repetiré otra vez: ¿Me deja usted en paz, o pretende cabrearme?

Tras tan rotundo fracaso, cabizbajo, Timoteo Carpio avanzó hasta el siguiente banco del parque en el que se encontraba una señora de cría, mientras meneaba, con considerable energía, un carricoche cromado de alta gama.

-Oiga, señora: ¿le apetece que hablemos un ratito? -le preguntó Timoteo, poniendo cara de no haber roto un plato en su vida.
-Si está usted buscando rollo ya le adelanto que está perdiendo el tiempo conmigo caballero, además, estoy casada y mi marido, que es fontanero, tiene muy malas pulgas.
-¿Los fontaneros tienen malas pulgas? -le preguntó, interesándose por el tema.
-Ni se imagina los golpes que arrean con la llave inglesa cuando se cabrean -matizó la señora, mientras le metía el chupete en la boca al bebé.

Contrariado, como si sintiera en su cara el dolor de haber recibido un mamporrazo con una llave inglesa, Timoteo avanzó hasta el siguiente banco, en el que se encontraban dos amigas adolescentes, haciéndose un selfi, y ataviadas con el típico uniforme de los colegios de monjas.

-Hola jovencitas: ¿os apetece que charlemos un rato? -les propuso Timoteo, no sin cierto nerviosismo, dándose cuenta, ipso facto, de lo imprudente de su propuesta.
Y una de ellas, posiblemente la más atrevida y dicharachera, le preguntó:
-¿Es usted seguidor de Nabokov, verdad? -le espetó la chica.
-¿Ese tipo juega en el Barsa o en el Madrid? -le planteó Timoteo a la joven, desde el más absoluto desconocimiento de la literatura rusa.
-Entonces, no cabe la menor duda, usted es un baboso. Mire lo que le digo: o se marcha usted de aquí o, en menos de que cuente tres, llamo a la policía. Usted decide.

Abrumado por el bochornoso fracaso cosechado en su intento por favorecer la conversación como nexo común de las sociedades, Timoteo Carpio, continuo avanzando, envuelto en un mar de dudas, por aquel parque tan poco propicio para el diálogo, hasta que se encontró con un joven que trasteaba un artefacto que parecía un Ipad.

-Oiga, joven: ¿no le apetecería charlar un rato, conmigo? -le propuso, al desconocido, casi en tono de súplica.
-No puedo -respondió tajante. Precisamente ahora estoy charlando con una amiga que vive en Tegucigalpa.
-¿Y podría unirme yo a esa conversación, si no es mucho pedir? Es que, según Roncagliolo, ¿sabe usted? esta sociedad está necesitada de diálogo y de conversación -expuso Timoteo, sin mucha convicción en lo que decía, y, por tanto, cuestionando las tesis del pensador peruano.
-¿Y por qué no se abre usted una cuenta en Facebook, o entra usted a un chat de contactos, y allí dialoga todo lo que le venga en gana?
-Es que me estoy quitando de eso -le confesó al desconocido.
-Entonces creo que Roncagliolo y usted pierden el tiempo. Así que, si me disculpa, sigo con mi amiga de Tegucigalpa que su marido se acaba de ir al trabajo -respondió el joven.
-Ya entiendo... pero, dígame una cosa, por un casual: ¿sabría usted a qué se dedica el marido de su amiga? -le preguntó Timoteo, sin venir a cuento.
-Es fontanero -respondió el joven internauta.
-Pues llévese mucho ojo, he oído por ahí que los fontaneros no se andan con chiquitas, y meten cada mamporrazo con la llave inglesa que flipas -le previno Timoteo.
-No se preocupe, buen hombre, mi amiga y yo sólo hablamos de literatura, no sea usted mal pensado...

Y así fue como Timoteo renunció a las pretensiones sociológicas que le habían motivado los planteamientos del escritor, dramaturgo, guionista, traductor, y periodista peruano Santiago Roncagliolo, tras lo cual se dedicó a la petanca. Ahora, tras mucho lanzar, es el alma mater del club senior de Vistalegre. Otra cosa no, pero Timoteo Carpio siempre ha destacado, en todo aquello que se ha propuesto, por su inquebrantable obstinación.


domingo, 14 de febrero de 2016

Ondas gravitacionales


Dice el locutor de la emisora de radio, que estoy escuchando, que el domingo es el mejor día para holgazanear. Yo discrepo, mientras vigilo a mi pequeña Ana María con el rabillo del ojo. Cualquier día es bueno para la holgazanería, y si tuviera que inclinarme por uno, diría que el mejor día para holgazanear es el lunes, ya que disfrutas el doble pensando en que todo el mundo está trabajando mientras tú te rascas las pelotas a dos manos. 
Le he mandado un wasap a Yolanda, mi hija mayor, para invitarla a comer, mientras mi sobrina Alba se zampa un desayuno repleto de energía, de la que, por cierto, anda bien sobrada. 
Leo a Aleksandra Lun en un libro de manicomio. Escucho una emisora de radio, para maduritos, en la que sólo pinchan temas antiguos. Vigilo a mi peque y a mi sobrina Alba. Espero el wasap de mi hija, y, mientras hago todo eso, pienso en la línea argumental del curso que estoy escribiendo y que ya llevo con evidente retraso.
Las nubes van y vienen arrastradas por un viento que, a ráfagas, golpea los ventanales inundando de ondas gravitacionales toda la casa. La música suena en la radio obsequiada por ese locutor atemporal que, a cada rato, da las horas como si se tratara de la torre de la catedral, o como si tuviera prisa por acabar su turno. La música transmite ondas. Mi hijas, también. 
Las ondas no deben confundirse con las hondas, por muy muda que sea la hache. La honda con hache es un arma arrojadiza que tuvo su máximo apogeo el día en el que David, mató al gigante Goliat propinándole una certera pedrada con su honda en plena frente.
Ahora escribo con mi hija en brazos. Lo sé, es una postura complicada pero no imposible. Ella observa detenidamente el baile de mis dedos sobre el teclado y escucha el repicar de la teclas como si de un mágico piano se tratara. 
Seguro que cada letra le trasmite una onda, sin hache, diferente; un mensaje cifrado que tan sólo los bebés de cuatro meses y medio saben descifrar, como Einstein, hace cien años, fue el único capaz de entender que las ondas se desplazan infinitas por el cosmos y lo inundan todo hasta posarse, sutilmente, millones de años después, sobre una máquina tan sensible como imposible de comprender para la mayoría de los mortales. Lo malo que tenemos las personas contemporáneas es que, a pesar de apasionarnos por lo abstracto, también nos empeñamos en comprender todo como si nos fuera la vida en ello. 
La radio sigue emitiendo ondas hertzianas. Los ventanales escupen ondas vibracionales. Espero que mi hija mayor, mediante algún tipo de onda, me confirme su anhelada visita.
Todos queremos estar a la onda, como mi vecino, que acaba de llegar haciendo un ruido insufrible con su nueva Honda NZ 750 X. Todos los días, gravita alrededor de la urbanización para colmarnos con una avalancha incesante y generosa de decibelios. Mientras él disfruta emitiendo ondas con su Honda los vecinos sufrimos, con frecuencia, en otra frecuencia.
Temo que, un día de estos, en el momento en el que llegué victorioso a lomos de su Honda, me de un arrebato, salga de casa, y sacando al macho mexicano que llevo dentro, le espete: ¿qué onda güey? ¿Qué mala vibra, no? ¿Por qué no se van usted y su Honda a la mismísima chingada?
Aunque, si se lo digo en mexicano, no sé si pillaría la onda...

viernes, 12 de febrero de 2016

Notas esquivas


El tren circulaba a trescientos cincuenta kilómetros por hora. Frente a mí, una joven desconocida escribía música. El trayecto entre París y Estrasburgo, que teníamos por delante, nos llevaría poco más de dos horas y media. Yo, como de costumbre, intentaba escribir algo parecido a un relato. El revisor, que lucía un bigote como de otra época, requirió mi boleto. Ella seguía escribiendo como si lo hiciera en la intimidad de su cuarto. De vez en cuando mordía su lápiz y miraba al infinito en busca de las notas apropiadas que parecían escapársele, burlonas, por el horizonte helado de la campiña francesa. Redondas, blancas, negras, corcheas, semicorcheas, fusas y semifusas. La joven artista anotaba, con ansiedad, como si hubiera encontrado un allegro perfecto. Borraba. Volvía a morder el lápiz. Miraba hacia el techo. Anotaba. Sufría. Al menos yo la sentía sufrir.
Durante el comienzo del trayecto fue varias veces al baño y, tras todas ellas, un olor a tabaco de liar inundaba todo el compartimento. Tras acomodarse, y antes de hacer cualquier otra cosa, miraba la pantalla de su móvil con una cadencia milimétrica, alardeando de un control insuperable del ritmo: ¡cada cinco minutos exactos!. En algún descanso, de los pocos que se permitía, miraba, sin mirar, por la ventana. El revisor regresó y le pidió su boleto. Ella se lo entrego sin tan siquiera regalarle una mirada. Cinco minutos más y volvió a mirar el móvil. Se volcó de nuevo, tras un movimiento compulsivo, sobre su cuaderno pautado. Durante otros cinco minutos, garabateó notas imposibles, tras lo cual, escribió un mensaje de texto en el móvil. Sonreía. Empujada por lo que interpreté como un golpe de inspiración, se reclinó sobre el cuaderno, hasta que, cinco minutos más tarde, dejando bruscamente de escribir, revisó celosamente la pantalla de su teléfono. Y esa vez su cara denotó contrariedad.
Intentó recomponerse retomando la escritura pero su rictus delataba su malestar. Confusa, tachó algo con suma violencia. Extrajo del bolso un pequeño blog de notas y repasó con evidente ansiedad un número indeterminado de páginas. Volvió a tachar varias notas, dejándolas mudas del susto. Mordió con tanta brusquedad el lápiz que temí por un momento que lo partiera. Sonó su móvil. Habló con alguien en francés. No entendí nada de la conversación pero intuí en su voz un creciente nerviosismo. 
Por enésima vez se levantó. Pensé que de nuevo iría a fumar al aseo, pero me equivoqué. Del portaequipajes del vagón agarró la funda de lo que parecía un violín. Volvió a su asiento y lo desenfundó. Efectivamente, pese a que no entiendo mucho de música, ni de instrumentos, de la funda sacó un violín precioso lacado en blanco. Lo apoyó sobre su clavícula, lo presionó con su barbilla, y comenzó a simular que lo tocaba, sin el arco, acompasando los movimientos de su cuerpo a unos acordes imaginariamente sutiles.
Fue entonces cuando, colocando de nuevo el violín dentro en su funda, agarró el cuaderno, arrancó de cuajo las dos páginas sobre las que estaba escribiendo desde que partiéramos de París, hizo con ellas una bola, y la depositó en la papelera.
Después, sosegadamente, reclinó su asiento, abrazó al violín como una madre abrazaría a su bebé, y se durmió.
En ocasiones, tanto las notas, como las mariposas, no se dejan atrapar. Sin embargo, otras veces, cuando menos lo esperamos, se posan dulcemente sobre nuestra nariz.

sábado, 6 de febrero de 2016

Vísperas de San Valentín


Fui a echar gasolina y ella no estaba. En su puesto había un tipo gordo, calvo por delante, y una coleta canosa por atrás. Le pregunté por ella, y me dijo que no sabía. Soy nuevo -me dijo.
Su obviedad me hizo daño. Sentí un vacío en el pecho, como el agujero de un donuts. Me compré ese coche, sin tener dinero, tan sólo para ir a verla. Ahora no tendré adónde ir -me dije angustiado. Cada día le ponía cinco euros de gasolina y daba siempre la misma vuelta para quemarla. Mientras me repostaba yo me quemaba mirándola.
-¿Puede usted preguntar por ella? Si me consigue su teléfono le doy cincuenta euros -le propuse a aquel trol que apestaba a queso gruyer.
-Pase usted mañana. Veré qué se puede hacer. No le prometo nada, pero adelánteme veinte euros para iniciar la gestión -me planteó, caustico, como un concejal de parques y jardines en el momento de corromperse con el promotor de los pipican. 
La tarde anterior, como todas las tardes, limpié el coche. Asistí a una misa de duelo de un señor al que ni conocía. Me metí a esa iglesia porque había mucha gente. Por un instante, quise sentirme como los demás. Al llegar a casa, me cocí dos patatas y les puse bastante alioli. Después, vi dos películas porno y me masturbé varias veces, antes de quedarme frito en la cama.
Al día siguiente, me vestí con la ropa de los domingos. Me calcé unos zapatos que aún tenía sin estrenar. Me perfumé con un sobrecito de muestra que me habían regalado en unos grandes almacenes y me dirigí a la gasolinera.
El trol miró hacia mi coche con una mirada desafiante. Esa actitud no me hizo ni pizca de gracia. Comenzamos mal el día -pensé.
Paré en la puerta de la tienda de la estación de servicio. Tiré del freno de mano con brusquedad. Bajé. El sol se reflejó en el charol de mis zapatos. El olor de mi perfume francés se mezcló con el olor característico de todas las gasolineras y con el de queso podrido del nuevo empleado.
-¿Has conseguido algo? -le pregunté sin que mediara saludo alguno entre ambos.
-Se ha ido a vivir con el jefe y me ha dicho que no vuelvas por aquí o será peor para ti. Estaba harta de tus visitas, tío. ¿No te dabas cuenta, o qué? -me dijo con una mirada repleta de asco.
No tuve palabras para rebatirle. Ni palabras ni fuerzas. Su explicación me dejó petrificado, como una estatua de sal, muerto. Me dolió tanto la noticia como la pérdida de los veinte pavos del anticipo.
Tras ese nuevo fracaso amoroso vendí el coche por lo que me dieron. Ahora voy mucho a una cafetería que han abierto recientemente frente a mi casa. La camarera me sonríe con ternura cuando me sirve el café. No es mucho, pero por algo se empieza. Sé que algún día encontraré a la mujer de mi vida. La esperanza es lo último que se pierde. 
Como falta poco para San Valentín, he pensado en comprarle un perfume y entregárselo ese día cuando me ponga el café. Pero: ¿Y sí fuera casada o tuviera un novio karateca?.

viernes, 5 de febrero de 2016

Gato con donuts


Hasta este momento, el cuento que ustedes y yo conocíamos era el del famoso Gato con Botas. Sin embargo, este que les presento, aquí y ahora, es el, no tan famoso, collage del Gato con donuts. El cuento aún está por escribir. Como tantas y tantas cosas, lo dejo pendiente.
No sería tarea fácil construir un relato partiendo de este collage, pero cosas más difíciles se han hecho. Un niño gato o un gato niño, según se mire, miope, goloso, y que aún se desplaza a gatas, puede ser un bonito argumento para un relato fantástico. En la mitología egipcia encontramos personajes similares, aunque sin gafas y sin donuts, pero que han dado mucho juego a la literatura durante siglos.  
Cada collage, para mí, es un cuento en sí mismo. Es otra forma de contar historias...
¿Cómo lo veis?

miércoles, 3 de febrero de 2016

Bataclán


No entiendo ni papa de francés. Hace unos días pasé por la puerta de la fatídica Sala Bataclán, en París, y escribí estas letras, mientras esperaba el avión que me llevara a Bruselas, desde el pequeño aeropuerto de Estrasburgo. No fui a dar una conferencia al Parlamente Europeo, que ya me hubiera gustado a mí decirles cuatro cosas a sus señorías, fui a asuntos de pelos, que es de lo que vivo.
Mi profesión es lo que tiene, me arrastra de acá para allá en un viaje continuo en el que la gente, sus idiomas, sus culturas, y sus paisajes se me impregnan aún sin querer. Y van pasando los años y soy de todos ellos. Mi empatía me mimetiza como un camaleón. En el fondo, aunque sea muy en el fondo, debo tener algo de camaleónico.
Siempre me agradaron los camaleones. Cuando hice la mili en Alcantarilla, me tropecé con un legionario, que tenía más años que el palo de la bandera, que llevaba un camaleón en la hombrera. Aunque yo siempre fui más de tortugas, las veo más prudentes, y con la lengua menos afilada, y menos fisgones, que sus primos lejanos los camaleones. 
Hablando de reptiles, en Estrasburgo, me invitaron a comer en el Restaurante Ou Cocodrile, que pasa por ser uno de los más prestigiosos de la ciudad. La comida bien, tiene su gracia, pero sentí desfasado, y un poco fuera de lugar, que, al entrar, en todo lo alto, te reciba un cocodrilo del Nilo disecado. ¿Pobrecito, no?. Me pareció de otra época. 
De pequeño, mi tortuga Tomasa, con su silencio y su tosquedad, me obligaba a una entrega generosa sin esperar nada a cambio. En realidad, ella, de vez en cuando, me obsequiaba, de forma cariñosa, con alguna cagada blanquecina y poco más. Tomasa iba un poco a su bola.
Lo mejor para entregarse a los demás es no esperar nada a cambio. Cuando sientes que alguien está en deuda contigo -y no me refiero a las materiales, que esas sí hay que intentar cobrarlas- todo se enrarece hasta el extremo de provocar que la relación pierda su auténtico sentido y nos perdamos muchas oportunidades, y muchas experiencias que ya no suceden, que ya no se crean, y que, por tanto, nunca existirán.
En la comprensión, la empatía, y la colaboración, aflora todo un mundo de posibilidades; fuera de todo egoísmo, dejando a un lado al tan sobrevalorado YO, para dar paso al devaluado y tan necesario NOSOTROS.
La unión hace la fuerza y la desunión nos debilita. Hace mucho que prima la individualidad frente a la colectividad y desde que esa tendencia se ha instalado en la sociedad, creo, bajo mi modesta opinión, que nos va mucho peor.
Las personas, al margen de la tecnología, que también, somos seres sociales. A poco que nos acercamos, unos a otros, rápidamente encontramos puntos en común, afloran los afectos, las ideas, los proyectos, y las oportunidades. 
Pero para que surja todo eso hace falta cultura; cultura para saber diferenciar lo verdadero de lo falso, dejando a un lado los tópicos, y mirando al prójimo a los ojos. 
Por eso, desde el principio de los tiempos, las personas hemos ido creando cultura, con el afán de entendernos, con el afán de superarnos, con el afán de no matarnos.
La incultura y el egoísmo siempre acaban tomando las armas.