sábado, 30 de abril de 2016

Ochocientas


Cuando mi hija Yolanda hizo este collage, no existía este blog. Ni la casa desde la que les escribo en este momento. Ni Ciudadanos. Ni Podemos. Y el rey era un señor bonachón que cazaba elefantes.
Por aquel entonces, ella tendría seis o siete añitos, unos tirabuzones rubios que quitaban el sentido, y pasaba por ser la única niña del mundo capaz de ver diez veces seguidas Mary Poppins sin moverse de su asiento. Y era preciosa. ¡Y lo sigue siendo!. Aunque ya no sea tan niña -va para veintiún años-, está luchando por labrarse un camino profesional, y disfrutando, con mucha cabeza, de su hermosa juventud.
Ahora, justo cuando llego a las ochocientas publicaciones en este blog, que siempre anda "En construcción", mi hija Ana María, preciosa como ella sola, cumple siete meses de vida, le han salido dos dientes, y ya dice papá. Soy, por consiguiente, un viejo bloguero orgulloso de sus hijas y orgulloso de este blog; al cual mantengo a modo de gimnasio mental, tabla de salvación, pista de entrenamiento, banco de pruebas, muro de mis lamentaciones, y, también, como vocero de mi propia épica.
Bienaventurados, por tanto, mis lectores, porque vuestro será el Reino de la Paciencia. Bienaventurados por acompañarme y no dejarme solo ante esta incomible sopa de letras. Bienaventurados por perdonarme todas mis torpezas y todas mis incongruencias. Bienaventurados, todas y todos, los que me comentáis las entradas, ya que son el combustible que utilizo para seguir escribiendo. 
Ochocientas entradas, que las han sido, de subsistencia. Ochocientas entradas de numantino esfuerzo. Ochocientas entradas que ni un monje budista ni yo mismo nos atreveríamos a releer. Ochocientas entradas que van atisbando una salida cada vez más cercana. Un honroso punto y final que, en algún momento, más bien antes que después, como editor de esta cosa, me tendré que plantear. 
De momento, sin ningún tipo de prisas, voy a por las mil. ¡Y sálvese quién pueda!

miércoles, 27 de abril de 2016

Errores con sabor a café


Cada vez que le sirvo el café, don Félix me confiesa que está más lento que nunca. Que ya no es el de antes, cuando daba clases en la universidad. Él nunca se ha quejado de nada. No es como esas personas que vienen al bar a quejarse por todo y a desahogar sus frustraciones con el camarero. A sus cincuenta y muchos piensa más detenidamente las cosas. El señor don Félix y yo estamos envejeciendo juntos, a uno y a otro lado de esta barra, a la que, sin saber el motivo, le estoy dedicando toda mi vida. Su cerebro y su cuerpo se están adaptando, mal que bien, a esa nueva realidad. Su lengua es más prudente y ha aprendido a callar cuando tiene que hacerlo. Ya nada le afecta tanto: ni cuando pierde su Madrid, ni cuando descubren un nuevo caso de corrupción, ni cuando hace cuarenta y cinco grados a la sombra. De un tiempo a esta parte, todo ha adquirido para él muchas variables, múltiples soluciones, ángulos, grados, intensidades, enfoques, niveles de importancia, de urgencia, de prioridad, que antes no tenía en cuenta a la hora de tomar sus decisiones. Esa precipitación le ha llevado, irremediablemente, a cometer muchos errores. Y a la orilla desierta de esta barra que siempre está llena de gente.  Él sabe que sólo le doy cuartelillo hasta las once y media de la noche, hora en la que me pongo a limpiar. Lo único que realmente le preocupa ahora a don Félix es el avance inexorable del calendario. Dice que los días se le pasan volando -yo le digo que no es para tanto pero siento lo mismo que él-. Las golondrinas tan pronto vienen como se van -me explica-. Las hojas de los árboles, sin apenas darte cuenta, pasan del verde al amarillo, caen al suelo, y el viento las arrastra hasta que se convierten en nada -me comenta con efusividad-. Y así vamos pasando los años. Cada jornada, don Félix se siente más inseguro, y yo también. Se aleja más de lo que fue para convertirse en una imagen distorsionada de él mismo. Sólo se reconoce en sus recuerdos. El que vive ahora en ese cuerpo, que antaño fue tan admirado, es alguien que se parece mucho a él, pero que no hace ni la décima parte de lo que él hacía. 
En los libros ha descubierto vidas que discurren paralelas a la suya y que lo han ayudado a alejarse, temporalmente, del whisky con hielo y el tabaco rubio de liar que tanto daño le hacían. Se refugia, con frecuencia, en personajes que viven, sienten, sufren, y envejecen como él. Yo no leo tanto, pero él me cuenta todas las novelas. Elije personajes con historias como la suya que se van ralentizando hasta quedar convertidos en estatuas de cera, en momias, en fotografías en sepia, en cecina de tumba, en polvo del camino, o en el patético decorado de la barra de un bar de barrio como este. 
Don Félix, últimamente, bebe mucho té con limón y se alimenta de recuerdos. Recuerdos magnificados con olor a naftalina. Excepto cuando me habla de ella. Entonces, su recuperación se desvanece, su rostro cambia de registro, y su mirada cristalina se pierde sobre la balda del whisky escocés.
Para don Félix, el arrepentimiento es como una condena a perpetuidad. Él me sigue hablando de ella como si no hubiesen pasado más de treinta años desde que les sirviera, ahí mismo, en esa esquinita de la barra, el último café que tomaron juntos.
Él no sabe que, pese a no tener estudios, estoy aprendiendo a escribir. Quisiera escribirlo todo antes de que sea demasiado tarde. Todo lo que don Félix y el resto de mis clientes me han ido contando durante tantos y tantos años de cómplices visitas. Visitas siempre cargadas de emociones, de desahogos, y de confidencias impregnadas de un intenso y característico olor a café.

lunes, 25 de abril de 2016

Trinos primaverales


Los pájaros se levantan temprano. Justo cuando las primeras luces del alba comienzan a clarear. Yo, para no ser menos que esos plumíferos estereofónicos, me levanto con ellos. 
Es primavera. Lo sé porque lo han dicho El Corte Inglés, Fábricas de Francia, y Galerías Lafayette. Los cantos de los pájaros, pese a su vibrante musicalidad, tienen mucho de biología. Andan como locos por emparejarse, por hacer sus nidos, por poner sus huevos, por ganar las elecciones, por alimentar a sus vástagos a base de ricos gusanos, o de jugosas subvenciones, o del trinque puro y duro. Todos excepto el cuco, que tan sólo pretende dejar su huevo en un nido cualquiera. Le da igual que sea de gorrión, que de mirlo, o de tórtola, pero que se lo críen. Él lo coloca, y ahí te quedas mundo amargo. Y luego pasa lo que pasa: el pollo del cuco sale del huevo, tiene el doble de tamaño que sus hermanastros -ya lo hacen ellos con vista-, los arroja uno a uno del nido, y se erige como dueño y señor ante la atónita mirada de sus padres adoptivos, a los que, en muchos casos, dobla en tamaño.
En la naturaleza, como ven, también hay parásitos y corruptos como en la política. Los políticos, por si no los conocen, son unos vertebrados que campan a sus anchas en la jungla del dinero y el poder. El Politicus Corruptus, según unos últimos estudios que así lo acreditan, es una subespecie surgida del cruce entre un banquero casposo y un ladrón sin pedigree. Los hay carroñeros, de mal agüero, cazadores, bobos, trepadores, cantores, nocturnos, alevosos, chupadores y también los hay buenos. Buenos, que de tan buenos, no se enteran de nada y van a trabajar, vestidos de domingo, con anteojeras, y tapones en los oídos, por ayuntamientos, diputaciones, comunidades autónomas, gobiernos centrales, y se han notificados bastantes avistamientos por Bruselas y Estrasburgo.
Dicen que el pez grande se come al chico. Igual que ocurre con los pájaros. Algunos animales van más allá: la hembra se come al macho después de la cópula, los padres se comen a sus propios hijos... La cuestión es: como decía Quévedo: ande yo caliente y ríase la gente.
¿Y a santo de qué les contaba yo todo esto? ¡Ah!...por lo de los pájaros. ¡Cómo cantan los pájaros! ¡Qué hermosura!
Discúlmenme, mis impagables lectores: La primavera la sangre altera. Y yo, como ven, estoy que trino.

jueves, 21 de abril de 2016

Viaje al mundo paralelo


De entrada, la habitación, aparentemente, es sencilla. Espartana podría decir. Para darle un aire más bucólico a la estancia he encendido una barrita de incienso y he puesto un disco de Woody Allen y su "New Orleans Jazz Band". Elijo para sentarme una pequeña butaca que hay situada junto a la ventana, que tiene enfrente una mesita redonda con los bordes desgastados por el paso del tiempo y de miles de huéspedes. Desde ese rincón, entre luces y sombras, intentaré escribirles.
Dos reproducciones de arte cubista cuelgan de unas paredes blancas matizadas con una pizca de beis. Al parecer, se trata de un pintor desconocido, en este hotel desconocido, de una ciudad que no sale en los mapas.
Me enfrento al blanco nuclear de la página con mi mente en blanco. Siento ganas de escribir algo, pero: ¿qué es ese algo?. ¿Qué sentido tendría escribir algo, perdido en este hotel, al que por lo visto la gente viene a perderse? 
Maruan Soto Antaki es el autor del libro que me he traído a este escondrijo. Lleva por título "La carta del verdugo". Mi carta sería, si es que esto fuese una carta: "Carta de una desaparición voluntaria".
Imagínense por un momento que pudieran leerme sin que yo les escribiera. Que se han sumado a este viaje al mundo paralelo, al que casi nunca nos atrevemos a entrar, y al que yo he accedido gracias a que la recepcionista, mitad mujer, mitad pez, me ha dado una tarjeta magnética de un cuarto del que desconozco el número, el piso en el que se encuentra, y al que he llegado sin ser consciente de ello. Por un momento les pediría que se olvidasen de todo. Por favor, dejen su mente en blanco. Ante todo, no piensen en la recepcionista. No es una sirena, se lo aseguro, es algo mucho menos romántico. Hagan como si hubieran entrado conmigo a esta habitación, que conduce a la cara B del mundo, en cuyo interior nos podríamos encontrar con todo aquello que hemos renunciado a hacer en nuestras vidas, y, tropezar con todo lo que nos hemos perdido. Un mundo cuasi museístico en el que, todas nuestras renuncias, debidamente catalogadas, aparecerían en vitrinas como aves disecadas o como cuadros colgando de una alcayata.
¿O preferirían que les invitara a pasar un rato en el mundo paralelo de nuestros errores?. Pero, ¿para qué, verdad?. ¡Si al menos los pudiéramos enmendar! Pero eso es imposible, tan sólo encontraríamos el catálogo de nuestros errores cronológicamente ordenado. Al contrario de lo que sucede en el mundo real, el mundo paralelo es mucho menos caótico. En él, todo es más previsible, nada se deja al azar.
No se lo he dicho antes, pero la butaca es el vehículo. Siento, por mucho que lo intento, que no me puedo mover. Algo, que no sé cómo definir, me mantiene pegado a ella. Miro la pantalla del Ipad. Pese a mi involuntaria inmovilidad, observo como se van depositando sobre él las letras que conforman este relato; como si tuviese la facultad de escribir con el pensamiento. 
De los cuadros han salido varias personas representado escenas que reconozco al instante, que me son familiares, que habitan en mi memoria y en mis sueños. Les pido que me dejen tranquilo, que no me atormenten. Les confieso que he edulcorado mis errores para sobrevivir y que estos no me acaben envenenando.
La chica pez me habla desde el otro lado de la puerta. Me pregunta, con su voz acuosa, por qué estoy chillando tanto. Que hay otros huéspedes viajando a sus mundos paralelos y se andan quejando de mi escandalera. Le digo que me perdone. Le confieso que me da miedo mi pasado y ella me asegura que más miedo le da su futuro convertida, definitivamente, en una lubina salvaje, o en un pez luna.
El futuro lo cambia todo y el pasado nos lo retuerce; nos pesa, para que no consigamos alcanzarlo, para que nuestros anhelos queden en pura utopía. El pasado tira de nosotros como un lastre que arrastrara un cadáver hasta el fondo de un río. Un río desconocido que se traga para siempre a un muerto desconocido que se parece enormemente a nosotros.
Un enano, que al parecer se había rezagado del grupo de actores que había salido del cuadro cubista, me ha dicho que todo lo que pasa a nuestro alrededor forma parte de una gran ficción. Que todo es mentira. Que todo lo que nos acontece lo maquillamos y moldeamos a nuestro antojo para seguir viviendo. Y que no hay una realidad de nada como tampoco hay una verdad absoluta de nada. La vida -según el enano-, es un escenario en el que en menos de un segundo se cambia de papel. De héroe a villano. De rey a plebeyo. De santo a pecador. De vivo a muerto.
Siento decirlo así, pero ese enano es un malparido. Este hotel debería existir en algún sitio para prenderle fuego con el enano adentro. Eso es lo que haría. Si pudiera, lo rociaría todo con gasolina y disfrutaría viéndolo arder mientras termino de leer el libro de Maruan Soto escuchando la fusión del jazz de Woody Allen con el crepitar de las llamas. Y antes de que estas se apagaran, arrojaría el libro al fuego y todo se acabaría.

viernes, 15 de abril de 2016

Virgen a los cincuenta


Provocado, tal vez, por mi baja autoestima, me apunté a aquel rocambolesco curso de "Salto del armario". Nunca tenía que haberlo hecho. Ni que decir tiene que no superé los ejercicios prácticos y que acabé, maltrecho, en las urgencias del Hospital Morales Meseguer. 
-Se ha pegado usted un buen porrazo -me dijeron los enfermeros.
-Lo sé. Todo esto viene por un grave problema de autoestima que arrastro desde que me dejará mi novia del colegio por el chulillo del equipo de baloncesto -les confesé.
-Pero, ¿de eso deben haber pasado por lo menos cuarenta años? -exclamó uno de ellos, asombrado.
-Tengo mal la autoestima pero no la memoria -les expliqué.
Mientras me curaban, observaba miradas de muy distinta índole: de asombro, de asco, de lástima, de estupor. La postura de las cejas, de la boca, e incluso la posición de las orejas, siempre me han aportado mucha información sobre la gente que me mira.
Por lo general, la gente me mira mal. O, al menos, eso creo.
¿Por qué desconfiaré tanto de todo el mundo? Le preguntó con regularidad a mi psicoanalista. Él siempre me responde que reflejo mi propio malestar en los demás, que la gente no tiene la culpa. Pero yo no lo tengo claro. Nada claro. No sé si cambiarme a otro, pero es que ya son tantos cambios que me da pereza.
En una convocatoria de un famoso youtubers, que se dedica a enseñar a ligar a los que no nos comemos ni un colín, y que tiene tantos seguidores como detractores por todo el mundo, a la que asistí, me invitaron a abandonar la reunión a las tres horas de haber comenzado. Alegaron que mi pesimismo era incompatible con la funcionalidad de la dinámica. Intentar ligar, derrotado de antemanano, es tan complicado como ir al Polo Norte en camiseta de deporte. Complicado no, ¡imposible! -me dijeron, mientras me acompañaban diligentemente a la puerta.
Las mujeres me vuelven loco pero me dan mucho respeto. Tartamudeo cuando intento dirigirme a ellas con alguna aspiración, de cintura para abajo y, sin embargo, no lo hago cuando los fines son menos trascendentes.
Después de asistir al curso del salto del armario, y a la convención de youtubers, me apunté a un curso de sexo por correspondencia. En realidad, más que un curso, aquello consistía en una especie de juego epistolar que enardecía el onanismo. Pronto, comencé a recibir cartas con historias tan subidas de tono, que de tan erótico rozaban lo pornográfico. Aquello siempre acababa en un efusivo acto de amor propio que en nada me ayudaba a mejorar mi relación con los congéneres del sexo opuesto.
Posteriormente, me apunté a un reality show en un canal de televisión, con déficit presupuestario, en el que cinco mujeres competirían por casarse conmigo.
Yo hubiera pagado una fortuna por no casarme con ninguna de ellas, pero me tocó una que había trabajado de gogó en cincuenta discotecas de la Ruta del Bacalao, y que contaba con un amplio expediente psiquiátrico. En eso era en lo único que nos parecíamos. Nos prometieron sesenta mil euros y un viaje al Caribe, y sólo vimos seis mil antes de la boda. El resto nunca llegó. La cadena de televisión quebró justo después de que acabara el programa. A los quince días del bodorrio casi nos matamos peleándonos por los seis mil euros. No pude, ni tan siquiera, aliviar mis ansias sexuales, ya que la pobre no me provocaba la más mínima erección, aunque, la verdad, tampoco es que pusiera mucho de su parte.
Ahora, para redimirme, estoy haciendo el Camino de Santiago. Pretendía encontrar la paz, y olvidarme del sexo, pero, por desgracia, me he encontrado, en el albergue de Foncebadón, con dos suecas que me han invitado a caminar a su lado. Aún no me lo termino de creer. Le rezo a Santiago Apóstol para que una de ellas, la más mayorcita que se llama Ave, encuentre en mí al macho ibérico que anda buscando. Mi padre y mi abuelo siempre le tuvieron, a este santo, mucha devoción. Y yo no voy a ser menos.

martes, 12 de abril de 2016

Gusanos


Gusanos. Últimamente sueño de manera reiterada con gusanos. En algún sitio leí que toda vida da paso a una muerte en la que los gusanos adquieren, sin miramientos, todo el protagonismo que hasta ese momento se les habíamos negado.
En una revista que hojeé hace poco en la consulta del dentista, vi un reportaje sobre una joven de Nueva Delhi a la que le habían extraído una tenia de varios metros de largo. La foto me provocó unas náuseas tremendas. Tenias, o solitarias, de las que tanto hablaba mi abuela.
¡Pepico, parece que tienes la solitaria!. Hay que ver, con lo que come este crío y lo poco que engorda, decía ella delante de todas las vecinas, para mi asombro. Por las noches, muerto de miedo, me quedaba dormido acariciándome la barriga y pensando que algo maligno habitaba dentro de mí. Semanas más tarde nos dijeron que lo que tenía no era una tenia sino lombrices. Al parecer, muchos de mis compañeros del colegio también las tenían, y eso provocó en mí una extraña sensación de filiación, algo así como lo que debían sentir los boys scouts por pertenecer a los boys scouts. Ya no era a mí sólo al que le picaba el culo a rabiar, gracias a esas asquerosas nemátodas había ingresado en un selecto grupo cuyo denominador común era el de tener las uñas negras de tanto rascarse semejante orificio.
La gente de México que recibí ayer me obsequió con una botella de mezcal que contenía un gusano del maguey en su interior. Ese gusano le da un gusto muy rico al alcohol -me explicaron. Tras reaccionar, tardé menos de cinco minutos en desprenderme de la botella. Se la regalé al primer compañero que pasaba por allí: ¡Toma, Lorenzo! -le dije-, para que luego digas que nunca te traigo nada de México.
Me siento acosado por esos bichos. Creo que pretenden anunciarme algo.
Hace unas cuantas noches, en la mesilla de la habitación de un hotel polaco en el que pernocté, estuve casi toda la noche en vela escuchando el sonido inconfundible de una carcoma. Me rodean los gusanos rastreros en sus diferentes modalidades. ¡Qué asco, por el amor de Dios! ¿Qué habré hecho yo para merecer semejante castigo?
Anoche, cuando llegué a mi casa, caía una ligera lluvia. Al poco tiempo, de manera increíble, el patio se había llenado de babosas. Más, y más, gusanos. ¡No me lo podía creer!.
Esta mañana, antes de ir al trabajo, he salido a pasear por una pinada que hay cerca de casa, para relajarme y disfrutar del intenso olor que desprenden los pinos tras la lluvia, y una gigantesca columna de procesionaria se ha cruzado en mi camino. Enajenado, he comenzado a pisar, con desesperación, a todo aquel ejército de fitófagos de pelos urticantes, y no cejado en el empeño hasta que he acabado con toda la formación.
Siendo consciente de que necesito organizarme para presentarles batalla, he parado en el supermercado para comprar todo de tipo de insecticidas, matamoscas, bolas de naftalina y hasta veneno para ratones. En una tienda de deportes, que hay al lado del supermercado, he comprado un bate de béisbol que tenían en oferta en el escaparate. En la farmacia, he comprado seis cajas de Praziquantel y otras tantas de Albendazol. Se van a enterar de lo que vale un peine.
Les voy a dar duro a esos bichos rastreros. No pienso dejarme comer tan pronto. Entre ustedes y yo, estoy seguro de que eso es lo que pretenden.
Al llegar a la oficina, no me funcionaba el ordenador. El informático me ha dicho que se le ha metido un gusano y que está infectado. Odio a los malditos gusanos, en serio. Esos bichos me están jodiendo la vida por tierra, mar y aire...¡Y hasta por cable!  

martes, 5 de abril de 2016

El árbol nuevo


El día en el que comencé a sentir los primeros síntomas me encontraba en el jardín al que ella y yo acudíamos a leer a diario. El mismo jardín botánico en el que sabía perfectamente que todo acabaría sucediendo. Me fascinaba observarla: su cabello largo y castaño, su movimientos dulces y pausados, su piel dorada, su manera tibia de caminar. 
Ella se sentaba siempre en el suelo. Despreciaba los bancos de diseño contemporáneo que recientemente había colocado el nuevo gobierno municipal, y cada día leía apoyada en un árbol distinto. Muy de vez en cuando, me regalaba una sonrisa, que conseguía que se estremeciera todo mi ser, y me alentaba para seguir adelante con mis pretensiones. A veces, el árbol elegido era un plátano, otras un roble, y otras tantas lo hacía contra un viejo magnolio grandiflora, del que ella destacaba entre sus preciosas y enormes flores blancas. Desde la distancia, yo soñaba con el día en el que pudiera oler su perfume corporal, sentir la caricia de su cabello sedoso, escuchar de cerca el latido de su corazón.
Era de noche de una recién estrenada primavera. Mis piernas comenzaron a endurecerse. Los pies me dolían a rabiar. Las uñas, de manera irreversible, se resquebrajaron. El cabello se desprendía a mechones de mi cabeza. No había duda, era la señal que tanto tiempo esperaba. Se había iniciado el proceso final. Ya no habría posibilidad de retorno, pero tampoco me importaba. La insoportable intensidad de aquel dolor dio paso a una sublime sensación de trascendencia, de levedad, de catarsis. Mi metamorfosis había activado su definitiva y trascendental cuenta atrás.
Abandoné mi casa, sin equipaje, hacia el gran viaje de mi vida. Siempre había querido ser una encina, tener las raíces de una encina, la majestuosidad de una encina, la sobriedad de una encina. Desde niño lo había deseado con todas mis fuerzas. De no haber sido por ella lo hubiera sido mucho antes. Anhelaba sentir su espalda contra la áspera e irregular superficie de mi piel arbórea. Acompañarla en sus lecturas. Hacerlo al unísono. Sentirla mía aunque fuera por un rato cada día. Aportarle sombra, tranquilidad, equilibrio. Todo lo que ella buscaba en un árbol sería yo. Esos plácidos momentos serían nuestra vida, nuestro mundo, nuestro todo.
El jardín me recibió con sus puertas cerradas y el mundo se me vino encima. La luna llena alumbraba aquella colección botánica que, por las noches, al parecer, permanecía cerrada a cal y canto y sin un ápice de luz que lo alumbrara. Los recortes en los presupuestos municipales habían provocado un evidente deterioro en su estado de conservación. De hecho, hacía semanas que un coche se había empotrado contra su valla y ésta aún permanecía sin reparar y con las cintas protectoras de la Policía Municipal señalizando el destrozo.
Entré por ahí. Me costó horrores sortear los escombros y los hierros retorcidos. Mis piernas habían perdido toda flexibilidad y mi piel se había endurecido adquiriendo la apariencia del cartón, o más bien del corcho.
Haciendo un último esfuerzo llegué al parterre de mis sueños. Junté mis piernas y mis brazos que ya no eran ni piernas ni brazos. Estiré el cuello hacía el cielo para que mis ojos conectaran con los rayos de la luna llena y, al materializarse la conexión, de mis pies brotaron unas raíces que, de inmediato, comenzaron a profundizar en la tierra. La sentía húmeda y fría, tal vez mucho más húmeda y fría de lo que habría imaginado nunca. 
A los pocos instantes de haber enraizado, mis brazos, convertidos en madera, comenzaron a elevarse, sin control, hacia el cielo, al igual que mi cuello. La savia, espesa y fría, comenzó a circular por mis venas. Era mucho más densa que la sangre que hasta hacía pocos minutos aún recorría mi cuerpo mutante. Las hojas no tardaron en brotar. Lo hicieron de una manera mucho más rápida de lo que presuponía. 
En menos de una hora mi metamorfosis había culminado con éxito. Una hora había bastado para convertirme en la encina que durante toda mi vida había soñado ser.
Ahora, sólo falta que ella se apoye en mí. Que me reconozca entre los cientos de árboles de este jardín botánico tan particular. 
Como árbol tendré la paciencia que no supe tener como hombre. Y seré suyo. Suyo para cuando ella quiera venir a acariciarme con su pelo. Suyo para que leamos juntos. Suyo para ver a los niños corretear tras las palomas. Suyo para siempre.

sábado, 2 de abril de 2016

Monstruo mediático


Cabalgaba hacia abril entre Ajuar funerario, de Fernando Iwasaki, y Pétronille, de Amélie Nothomb. Entre un escritor peruano, con apellido japonés, y una incorregible escritora belga, con el corazoncito nipón. Entre Perú y Bélgica. Entre América Latina y la vieja Europa.
Adoro a la gente de mundo que lo escruta todo con ojos de camaleón y no bajo la rigidez de la visión frontal que tiene un burro con anteojeras.
Me entretuve ese día guardando la ropa de invierno y sacando de los armarios las ropas de entretiempo. 
Y en los descansos leía. Leo mucho. Cada vez más. Sufro de una preocupante adicción a la lectura.
Ayer me sucedió algo curioso. La verdad, no sé muy bien el motivo, pero últimamente mi vida está repleta de curiosidades, de anécdotas, y de accidentes. Por ello, aunque no soy supersticioso, me he puesto un lazo rojo en los calzoncillos, por si las moscas. Justo en el centro de la panza, debajo del ombligo. Y no se rían, no me queda nada mal como complemento a mi tosca lencería.
A lo que iba. Necesitaba un nuevo cargamento de libros y fui a mi librería de cabecera. Nada más entrar se me iluminó la cara. Sentí algo extraño. Algo que nunca antes había sentido, salvo en aquella ocasión en la que una chica, que había concertado una cita a ciegas con un tipo que no era yo, me confundió con él, y, por un instante, vino a mi mente todo el argumento de Lolita, la más conocida de las novelas del ruso Nabokov.
Me fijé en un libro, en la textura de su portada, en su colorido, en su ilustración, en su grosor, en su precio. No lo agarré, tan sólo atiné a acariciar su portada, como haría con la carita de un bebé. Fue una caricia tímida pero sincera. Y en ese preciso momento fue cuando escuché la voz:
-Hola. ¿Qué buscas tanto por aquí? Vienes dos veces por semana ¿no te parece demasiado? -escuché perfectamente como si me hablara alguien. 
Sentí un escalofrío. La voz era intensa, nítida, atractiva como la de Iñaki Gabilondo, pero sonaba como un eco lejano. Miré, confundido, hacia todos lados, pero no había nadie lo suficientemente cerca, ni tan poco estaba Iñaki. Así que, en voz baja, pregunté:
-¿Con quién tengo el gusto? 
-Con el espíritu de los libros -resonó de nuevo esa voz tan misteriosa.
-¿De todos? -pregunté con interés.
-Así es, soy la voz de todos los libros -aseguró con firmeza.
-¿Los libros son como una asociación, o un sindicato, y usted es algo así como su portavoz o su presidente en funciones? -cuestioné al supuesto espíritu de los libros.
-Cada conjunto de libros tiene su propio portavoz -me explicó.
-¡Ah! O sea, ¿yo en casa tengo un portavoz mudo de mi extravagante colección de libros? -pregunté un tanto inquieto por la trascendencia de la respuesta que esperaba.
-Estoy seguro de ello. No me cabe la menor duda -confirmó esa voz.
-Pues nunca se ha dirigido a mí -comenté.
-Tal vez sea tímido, o consideré que usted no está preparado para entendernos -cuestionó la voz que representaba a todos los libros de aquella librería que solía frecuentar lo menos dos veces por semana.
-¿Usted cree que estoy preparado, o no? -le interrogué.
-Yo creo que sí, pero eso no significa que el portavoz de su biblioteca doméstica sea de mi misma opinión. Lo nuestro no es como una secta, ni tiene jerarquías orgánicas. Es más como Podemos -me aclaró la voz, dando muestras evidentes de estar al corriente de la actualidad política.
-Entonces: ¿cómo se organizan? -pregunté, interesado por esos menesteres.
-Hacemos elecciones cada cuatro años -respondió.
-¿Y, sí hay un empate, o una reclamación, quién lo resuelve? -proseguí con mi interrogatorio a esa rotunda y desconocida voz.
-El tribunal de los libros buenos -me explicó.
-¿Los hay malos? Libros malos -me refiero.
-Muchos, la mayoría no valen ni para una fogata. Son tan malos que ni arderían, pero como casi nadie los lee tampoco importa mucho - respondió la voz, con cierta resignación.
-¿Y qué piensa de Amélie Nothomb? -le planteé de sopetón, para comparar mis gustos literarios con los suyos.
-Me encanta esa loca del sombrero -exclamó con cierta euforia.
-¿Y de Fernando Iwasaki? 
-Bocatto di cardinale. Ese peruano es tremendo -confirmó la voz.
-Me quita usted un enorme peso de encima -respondí a esa voz venida del más allá, o de la Cadena Ser, o, al menos, de la parte de atrás de la estantería.
Efectivamente, al darme la vuelta para salir de la zona de escritores latinoamericanos y dirigirme hacia la de novela histórica, un grupo de jóvenes, cámara en ristre y micrófono en mano, me confirmaron que acababa de ser víctima de un programa televisivo de cámara oculta y me ofrecieron un ramo de flores. 
Hecho un energúmeno, y casi cegado por una inesperada lluvia de flases, les dije que me cagaba en sus muelas -por no decir en sus muertos que siempre queda más grosero-, y que no les permitiría, bajo ningún concepto, que nada de eso se emitiera. El más arreglado de todos ellos me agarró por el hombro -le traía un aire a Pedro Sánchez del PSOE-, me condujo hacia un lado, y me susurró al oído que la participación en aquel programa se gratificaba con mil euros. Dicho lo cuál, y ante mi inequívoca cara de satisfacción, me expidió un documento para que se lo firmara, a modo de conformidad, y me extendió un cheque al portador por la cantidad acordada.
No todo iba a ser malo. Además, me explicó que en el hipotético caso de que llegase a la final cobraría tres mil euros más, y de ganarla me llevaría a casa un premio de seis mil eurazos.
Ya me veo en la tele. Si me pinchan no me sacan sangre. ¿Habrá cambiado mi suerte por el lacito rojo de los cojones?
Desearme suerte, por favor. No ganaré, pero ¿y si gano?.