domingo, 26 de marzo de 2017

Soy gilipollas


Como bien explica Elvira Lindo, en su magistral artículo en el diario El País del día veinticuatro de Marzo, que lleva por título: Buenistas Sin Fronteras, yo, como unos cuantos ilusos más, soy un gilipollas, un buenista que se abraza a los árboles y que aún cree en la bondad de las personas. De hecho, yo diría más, de nos ser el buenista que soy sería un reaccionista militarizado al más puro estilo ramboide, me vestiría de camuflaje, me pintaría con mierda la cara y me tiraría al monte para hacerlo todo polvo como hicieron los bandoleros o los maquis en su tiempo.
Pero no, yo soy simplemente un buenista "abrazaárboles" y como gilipollas innato que soy, recojo la mierda que otros tiran, planto los árboles que otros queman, y pierdo mi tiempo de gilipollas perdido reciclando basura o yendo a denunciar a cazadores furtivos en lugar de estar en las terrazas de moda luciendo palmito y tomando gin-tonic cargados de semillas exóticas.
Dicen por ahí, que los "abrazaárboles", son una lacra más de la sociedad, un tumor, un virus, algo que urge extirpar antes de que puedan seguir agilipollando al resto de consumidores, porque los "abrazaárboles" se supone que están en contra del progreso y del consumo, pretenden que regresemos a las cavernas y, de paso, convertir a la sociedad en una especie de comuna de ocupas perrofláuticos, o quién sabe si en algo peor.
Los que siempre hacen las cosas bien, alegan que los buenistas son gente utópica que piensa que otro mundo es posible, un mundo en el que, según ellos, podríamos caber todos, comer todos, disfrutar todos de una sanidad y una educación pública de calidad, y no sólo unos pocos ricos de color blanco. El buenista piensa que el hombre y la mujer, con sus diferencias, deben ser iguales ante la ley y ante la sociedad. El buenista no entiende de diferencias por cuestiones de género, ni de supremacías raciales, ni de religiones, ni de pasaportes, ni de muros. Esos lunáticos dicen entender exclusivamente de personas y de respeto. 
Como podrán apreciar ustedes mismos, los buenistas son gente rara a la que hay que enmendar la plana y dejarlos por los que son:¡Gilipollas!
Pues qué quieren que les diga: aquí el que les escribe es un auténtico gilipollas. Un gilipollas de libro.

jueves, 23 de marzo de 2017

Piscis


Quién sabe si acuciado por mi infortunio, o simplemente por haberme pasado de la raya con los antidepresivos, aquella mañana plomiza de primavera, en la que el invierno se resistía a marcharse, decidí arrojarme nuevamente a los salvadores brazos del horóscopo. Hacia décadas que no leía el horóscopo, casi lo mismo que no leía el Marca, o el As, o que no tomaba psicotrópicos, pero debido a la gravedad de la situación por la que atravesaba, en los últimos meses, la astrología se había convertido para mí en una especie de tabla de salvación.
Para su información les diré que soy piscis. Sí, piscis, piensen lo que quieran, pero soy piscis. De hecho, los peces siempre fueron mi devoción, y de los peces de acuario tropicales pase al pescado, y del pescado al marisco, y del marisco al sushi. De hecho, creo que mi pasión por el sushi viene dada por mi condición de piscis con inclinación a acuario.
Siempre agua. Si se dan cuenta, toda mi existencia gira en torno al agua. 
En el momento que, a continuación, les paso a describir, sentía mucha sed, ya que la noche anterior me había pasado con el jamón. Entré a la cafetería Acuario, situada en la calle Mar de Cristal, del barrio de Entremares, y pedí un agua de Vichy a un camarero con ojos de pescado fresco. El agua de Vichy siempre me produce flatulencias pero me viene muy bien para prevenir la astenia primaveral, los devastadores efectos del jamón serrano de a seis euros el kilo y para los uñeros. 
El agua me la sirvió el encargado, el cual lucía una cara, un tanto picassiana, que me recordó a la de tiburón mellado con estreñimiento.
Alguien entró al establecimiento comentando que había comenzado a llover. El señor que leía la prensa a mi lado pagó su carajillo de ron y se marchó, momento que aproveché para abalanzarme sobre el periódico justo un segundo antes de que otro candidato, que se acercaba sigiloso con las mismas intenciones, lo enganchara.
El efecto de la lluvia hizo que la cafetería Acuario se llenara. Una señora septuagenaria se jugaba los pelos en las tragaperras. Dos mastodontes con paperas discutían a grito pelado sobre el próximo enfrentamiento del Barsa y el Madrid. Una pareja de novios se metía mano, como si no hubiese un mañana, mientras yo sentía la arrebatadora necesidad de leer el horóscopo.
Y allí, al lado de la página de anuncios por palabras en la que nada más que ofrecían sexo y masajes con final feliz a cambio de un puñado de euros, estaba el horóscopo. Busqué piscis. No me interesaba en lo absoluto lo que le pudieran vaticinar a los leos, capricornios, o al resto de los signos del zodiaco.
Antes de leerlo apuré la Vichy, a la par que un alcohólico que había a mi lado apuraba su copa de Ponche Caballero, y con gusto les paso a compartir lo que allí ponía: "Hoy será un día para olvidar. No salgas. No viajes. No emprendas. No apuestes. No tomes decisiones. Los astros no están contigo. Hoy no será tu día"
Así que, aterrado, pegué media vuelta, fui corriendo hasta mi casa y me metí en la cama sin quitarme la ropa ni nada.
Lo peor vino después cuando me despidieron. Ciertamente no fue mi día. No sé ustedes, pero yo, cada día que pasa, creo más en esto del horóscopo. ¡Es que me lo está acertando todo!

sábado, 18 de marzo de 2017

El libro de Olga


Aquel apartamento perteneciente a la compañía Aparton situado en la calle Carlos Marx, de la ciudad de Minsk, para mi desgracia, no era nada parecido a lo que esperabamos. La entrada del edificio parecía la boca de una mina de carbón tras una semana de huelga. Ya me había pasado esto en alguna ocasión en otros países de Europa del Este. Mientras en las zonas comunitarias el edificio se cae a pedazos, tras las puertas, contra todo pronóstico, puede habitar el lujo y la ostentación. Nuestro apartamento, el número quince, olía a cañerías, los muebles se mantenían en pie de puro milagro, la ropa de cama ofrecía un catálogo completo de ácaros que haría las delicias del mismísimo Linneo y causarían la muerte de cualquier alérgico al polvo.
Calculé, a ojo, que su jacuzzi podría acoger perfectamente de entre tres a cuatro personas, aunque llegué a la conclusión de que perecerían asfixiados por el olor a retrete que emanaba de sus desagües. En el armario de mi habitación no había ninguna puerta que cerrara, ningún cajón que uno estuviera descolgado, y cada percha lucía distinta a la otra. En el mueble del salón encontré varios libros en ruso que bien podrían haberse comprado en algún rastro al peso, o ser fruto del olvido de algún huésped que hubiera abandonado a la carrera el apartamento asustado por su lamentable estado de conservación.
Hojeé con curiosidad uno de esos libros. Averigüé después que, aquel libro, lo había escrito un húngaro llamado Istvan Nemere y llevaba por título "Mercancía Peligrosa". Tras pasar varias páginas exquisitamente escritas en cirílico, para deleite de los que entienden ese idioma, reparé en una de sus ilustraciones. En la imagen aparecía un guerrillero vestido totalmente de negro en el que destacaba un cinturón blanco, un pasamontañas que le confería cierto parecido con un luchador mexicano, y un Kaláshnikov. En ese momento, me di cuenta de que, en la página contigua a la imagen, había una nota manuscrita en ruso que despertó mi curiosidad; aunque, llegados a este punto, he de reconocer que a mi curiosidad no hay que hacerle palmas para que despierte. Le tomé una foto y se la envié, por wasap, a mi amigo Artur para que me la tradujera. A los pocos minutos ya tenía en mi pantalla la traducción: "Me estoy asfixiando" firmado por una tal Olga.
Me senté en un sofá de falso terciopelo, con más manchas que el lomo de un dálmata, para seguir curioseando ese libro. En el fondo, subyacía en mí la intención de encontrar alguna otra nota, alguna otra pista que me ayudara a recabar más información sobre el motivo de la asfixia de esa misteriosa Olga. ¿Quién sería esa tal Olga y por qué sentiría esa asfixia? ¿Sería una asfixia física o emocional? ¿O sería consecuencia del ecosistema infectado de ácaros en el que Aparton había convertido ese apartamento de alquiler? ¿Por qué una joven llamada Olga, quién sabe si bielorrusa o no, posiblemente rubia ceniza, con la piel blanca casi nívea, ojos azul cielo, con toda la vida por delante, se habría de sentir de esa forma?
Mientras, sobre ese infecto sofá, daba rienda suelta a mi imaginación, un tanto adormilado por lo cansado del viaje, sonó el timbre. Me extrañó porque mis compañeros andaban a la caza y captura de souvenir y no los esperaba hasta varias horas más tarde.
Al abrir la puerta, una rubia sonriente me dijo algo que me sonó a ruso, aunque pensándolo bien, a mí todos los idiomas de esa zona me suenan igual, y no porque suenen igual sino por mi falta de oído. De todo ese jeroglífico de sonidos que me regaló esa belleza de las nieves, tan sólo creí entender la palabra Olga, aunque también podría haberse referido al Volga, el río ruso por antonomasia. Con toda naturalidad, y como si pudiera entenderme, le dije a la buena mujer que esperara un momento. Delante de aquella Diosa de Minks, que llevaba una carpeta apoyada en el costado y un bolígrafo en la mano, llamé a Artur. En este tipo de situaciones mi amigo Artur, con pasaporte polaco pero originario de la Torre de Babel, esté dónde esté, siempre me saca de apuros.
Tras darle las explicaciones pertinentes, Artur habló con la chica, que resultó ser una inspectora del gas que pretendía realizar una revisión rutinaria de la instalación. Según contó a Artur, en ese edificio, hacía unos meses, se había producido un escape de gas y tuvo que ser desalojado a la carrera.
Mientras la rubia de ensueño realizaba su inspección, le pedía a Artur que le preguntara a la chica si sabía qué le pasó a Olga. ¿Qué Olga? -me preguntó Artur. La que escribió esa nota desesperada sobre ese libro. Tal vez se asfixiaba mientras lo leía...o tal vez murió asfixiada durante ese escape de gas. No, Pepe, la gente que muere por asfixia en un escape de gas se duerme y no se entera de nada, de haber sucedido así a esa Olga no le hubiera dado tiempo a escribir esa nota, a no ser, claro está, que lo hiciera de una forma premeditada -me explicó mi fiel amigo polaco, haciendo alarde de unas dotes detectivescas que hasta ese momento no le atribuía.
Da igual, Artur, de cualquier modo, pregúntale si sabe algo sobre una tal Olga que vivió en este apartamento. Pero, Pepe, recuerda que estás en un apartamento de alquiler, no creo que tengan ninguna relación entre sí esos hechos -me explicó el polaco. Te lo ruego, le insistí, pregúntale a la rubia del gas  si sabe algo más sobre esa Olga, tengo el presentimiento de que sabe algo. Lo leo en sus ojos.
De nuevo, le pasé el teléfono a la chica. Ella me regaló otra sonrisa de anuncio y escuchó con atención la explicación de mi colega, mientras me miraba, no sin cierto escepticismo. Ellos hablaban en ruso y yo esperaba impaciente las deliberaciones de aquel improvisado interrogatorio. 
Lo que te decía, Pepe, debe ser pura coincidencia; como en España María o Carmen, aquí en Bielorrusia la mayoría de las mujeres se llaman Olga. Sin embargo, pese a ello, algo me decía que esa mujer sabía algo más...Por favor, Artur, insíste, dile que sabes que nos está mintiendo. Dile que soy psicólogo forense y que sé que nos está ocultando algo -le insistí a mi amigo Artur, que tiene más paciencia conmigo que el santo Job. 
Ellos hablaron de nuevo, pero esta vez de una forma bastante más acalorada que la vez anterior. Olga, la inspectora de la compañía del gas, se puso más roja que un noruego en Cancún. Sus venas se hincharon como el cuello de un cantaor de flamenco en la final del Festival del Cante de las Minas de La Unión. Y, tras una fuerte discusión, Olga me devolvió el teléfono, me arreo un portazo en las narices, y se marchó sin dar ni las buenas tardes.
Artur, Artur, sigues ahí -dije visiblemente alterado. Sí, Pepe, aquí sigo -me respondió. Dime, Artur: ¿Te dijo quién era nuestra Olga? -le pregunté.
Sí, Pepe, al final se lo he sacado. Esa Olga formaba parte de una célula terrorista que se desplazó hasta la capital bielorrusa para atentar contra el Presidente. El grupo, que para no levantar sospechas estaba compuesto por dos parejas, estaba iniciando los preparativos de su ataque, cuando tres de ellos fueron detenidos. Olga, nuestra Olga, al enterarse de la detención de sus compañeros decidió suicidarse abriendo el gas de la cocina, no sin antes, haber colocado en la puerta una bomba que tendría que haber explotado a la llegada de la policía.
¿Y no llegó a explotar? -le pregunté a Artur. Evidentemente, Pepe, de haber explotado no hubiera quedado nada de ese edificio en el que ahora te alojas.
Aunque nunca me llevo nada de los hoteles, ni de los apartamentos en los que me alojo, esta vez me vi ante la necesidad de hacer una excepción. 

sábado, 11 de marzo de 2017

Frontera


En un aeropuerto cualquiera, a una hora cualquiera, con un policía con bigote cualquiera.
-Su nombre, por favor.
-Le digo mi nombre.
-Su edad, por favor.
-Le digo mi edad.
-Su nacionalidad.
-Le digo la nacionalidad que acredita mi pasaporte.
-Su raza, por favor.
-¿Mi raza? No sabía que yo tuviera una raza.
-Todos pertenecemos a una raza.
-Híbrido -le respondo.
-Híbrido no es una raza tipificada en mi computadora.
-¿Tiene tipificada mestizo?
-Usted no es mestizo, es blanco.
-¿Soy blanco?
-Evidentemente.
-¿Y cómo puede usted estar tan seguro?
-No hay más que verle señor.
-Pues le puedo asegurar que soy mestizo, mezcla de romanos, griegos, árabes, Pelayos del norte, y no sé cuántas mezclas más.
-No sé de qué me estad usted hablando. Le voy a poner blanco. Ante la duda, la normativa dice que yo soy quién decide.
-Pues ponga usted lo que le convenga, por mí no hay ningún problema. ¿Alguna cosa más?
-Para finalizar: ¿me podría usted decir su religión?
-No profeso ninguna religión.
-Tengo que poner aquí una religión. Esta casilla no se puede dejar en blanco.
-Pero me parece absurdo. No tengo ninguna religión, ni la pienso tener...
-Dígame una, por favor, está usted retrasando mucho la fila, mis superiores se pueden enfadar y eso no sería bueno para usted.
-Ponga Hare Krisna.
-Usted no pasa por Hare Krisna. Ni va rapado ni lleva la túnica anaranjada.
-Pero podría ser del departamento de administración de los Hare Krisna, ¿o no?
-No me haga usted perder el tiempo, por favor.
-¿Cuál cree que casaría mejor con mi perfil de viajero?
-Protestante le iría bien.
-Perfecto. Ponga usted ahí protestante. Siempre me gustó la canción protesta.
-Muy bien, ya puede usted pasar.
-Muchas gracias, caballero -le dije al emperador de las aduanas. 
Cuando me alejada, pensando en lo inhumano de esas clasificaciones, mascullé: ¡cuánto odio a estas malditas fronteras!

jueves, 9 de marzo de 2017

Árboles


Encinas, robles, olmos, pinos, algarrobos, palmitos, madroños... Siempre. Digo siempre, pero bien podría contar tan sólo desde mi adolescencia hasta mi actual dolencia. Siempre he sentido la arrebatadora necesidad de plantar árboles. Necesitamos árboles. La tierra necesita más árboles. Mis hijas necesitan más árboles. Los niños del mundo necesitan más árboles. Las generaciones venideras necesitarán de más y de más árboles. Yo planto árboles tanto para saciar mi romanticismo, como para redimir mis pecados de consumidor en un mundo en el que no cabe ser de otra forma. Planto con la misma contradicción y escepticismo con el que lo vivo todo. El mundo en sí mismo es una eterna contradicción en donde lo único verdaderamente auténtico que nos queda son los árboles.

sábado, 4 de marzo de 2017

La bicicleta


Ring-Ring. En un exuberante rancho de un recóndito paraje de Colombia suena un teléfono.
-Dígame...
-Hola, Carlos, ¿cómo vives?, soy la Shaki.
-Sí, aquí Carlos Vives. ¿Con quién tengo el gusto?
-¡Qué soy la Shakiiii!
-Ah, ya te escucho. No hace falta que chilles. Todo bien por aquí, mi güera, pero ando un tanto cabreado porque nos han robado la bicicleta.
-¿Pero qué me estás contando, Carlitos?
-Lo que oyes, mi amor. La dejé anoche amarradita en el porche de la casa y algún hijo de su madre nos la ha birlado.
-No puedo creerlo, para una cosa que te encargo y mira tú por dónde...
-No digas eso que del cabreo que traigo me ha salido un orzuelo.
-Perdona, Carlos, pero: ¿qué narices haremos ahora sin la bicicleta?
-Pues creo que tendremos que ir andando despacito.
-Pero qué despacito, ni qué niño muerto, Carlos. Despacito es la canción que nos está dando en la torre.
-Ni la he escuchado mi amor. He andado muy ocupado buscando al caimán.
-¿De qué caimán me estás hablando, Carlos?
-Del que se fue por la Barranquilla.
-Pues más vale que buscaras la bicicleta, so bobo. Y peínate, mi niño, que siempre andas despelucado.
-Ay, mamita, cuanto estrés tenéis por Barcelona; con razón Luis Enrique ha tomado las de Villadiego.

viernes, 3 de marzo de 2017

Oda primaveral


Una nueva primavera llega pidiendo paso. Lo dicen las brevas que despuntan en la higuera y las flores rosas que han surgido de las ramas secas que hasta hace unos días desmerecían al melocotonero. Pretendo vivir rodeado de árboles y los planto hasta en macetas. Al igual que un canario enjaulado no está libre pero canta, mi higuera está en un tiesto y me regala brevas riquísimas que tal vez no merezco por someterla a semejante acotamiento. Las tórtolas revolotean emparejadas entre acrobacias y cantos. El monte se exhibe frondoso tras un buen invierno de lluvias. Los pinos comienzan a arrojar su nube amarilla de polen que lo deja todo como impregnado de azufre. Las temperaturas ya recuperan su cara más amable para que la vida fluya desaforada, para que reviente todo inundado de aromas, luz, y color.
No sé si como consecuencia de la edad que ya voy teniendo, o por las fuerzas que estoy perdiendo, la llegada de la primavera se ha convirtiendo para mi en una especie de indulto.
A veces, le concedemos demasiada relevancia a milagros impredecibles e improbables, o a cosas materiales insignificantes por muy alto que sea su coste, y, sin embargo, muy poca a los milagros que la naturaleza nos regala a cada instante.
La vida, generosa, nos ofrece experiencias grandiosas que no sabemos apreciar.
Como escribiera, quién sabe si un día como hoy hace no sé cuántos años, Antonio Machado: "La primavera ha venido, nadie sabe como ha sido".
Aunque con menos pelo que una rana, que afortunado me siento de seguir sumando primaveras.